AQUELLAS CANICAS

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alrededor de los guas embocados sobre el suelo de tierra, apelmazada e irregular, en el tiempo de los recreos, de cuando el suelo sobre el que corríamos y jugábamos era de tierra muy pisada, firme y reseca bajo los rigores de las primaveras adelantadas, aunque prestas a embarrarse con las lluvias que formaban charcos y renovados relieves sobre el que improvisar nuevos guas e improvisadas estrategias con nuestras canicas inseparables intentando aumentar nuestro botín.

De aquellas canicas que acompañaban nuestros juegos infantiles, a cara de expertos en el lanzamiento atinado, por alcanzar el gua y poder acometer el golpeo a las otras canicas de mis amigos y adversarios.

Formaban parte de nuestros tesoros, aquellas canicas insustituibles, tan queridas, protagonistas adiestradas de nuestras pericias imberbes, como para saber y poder sentirnos felices jugando a entretenimientos tan aguerridos como inofensivos.

Y por eso se hicieron inolvidables, aunque quedaran en alguna cajita arrinconada, en algún estuche desvencijado, para ser reencontradas pasados los años, cuando uno ya era un adulto y pudo regresar, una vez más, a los tiempos heroicos de una infancia feliz, absorbida por el aprendizaje practicado a través de aquellos juegos inocuos, perfeccionados por la práctica insistente en el manejo de nuestras canicas favoritas.

Para llegar a aprender que jugando también llegamos a saber vivir de acuerdo a las normas, a las pírricas victorias, a las frustrantes derrotas, sobreponiéndonos a las adversidades propias que nos iban ofreciendo aquellos juegos, cuando era la vida misma la que ya nos estaba entrenando.

Torre del Mar marzo – 2.017