. Los recuerdos se me agolpan en la memoria y trataré de darle rienda suelta respetando su anárquico orden de salida, porque son muchos los momentos de mi vida, como muchos de los niños hijos de pescadores de El Palo, que pasé en ese colegio; son demasiadas huellas en la memoria: tardes lluviosas, grises, con cristales empañados; el “levante” cubriendo de arena la calle sin asfaltar de Banda del Mar siempre tan asimétrica por las mordeduras de la mar en sus bordes; aquel azul intenso del mar de nuestra infancia; el freidor de “Juanito Aranda” con aquella embocadura tan grande, tan siniestra para la imaginación del niño aquel que fui; los perros de “Juanito Aranda” aquella mítica perra de “Juanito Aranda” (¿se llamaba ”Linda”?, no recuerdo bien) con sus cachorros que me (nos) aterrorizaba, su olor a pescado y sus barcos pintados de minio rojo enfrente en proceso de reparación o ensamblaje con aquél calafate que siempre tenía problemas en los ojos (¿se llamaba Ramón?), el repiqueteo rítmico del cincel golpeado por un martillo especial que introducía estopa entre la hendidura de las tablas, el olor a brea; el quiosco de Nieves “La Curripistola” en donde comprábamos estampitas y las “chuches” propias de niños pobres; “Casa Pedro” con aquel panel pintado de madera mostrando a dos marengos en posición de clavar espetos de sardinas en aquellos montículos de arena tan singulares, tan nuestros, tan paleños; aquel entrañable compañero diabético huérfano de padre (¿por dónde habrá llevado la vida a aquel chico tan noble, tan alegre: Salguero era su primer apellido), aquel chico de jersey amarillo de cuello alto que jugaba al fútbol y que luego fue mi cuñado; don Andrés; don José Arroyo (aquél profesor que nos cantaba canciones como “Qué tiene mi virgencita cuando me mira…”); don Mariano (siempre fumando Chesterfield con sus dedos manchados de nicotina); don Eduardo (¿?) quien lanzaba al aire una regla muy gruesa buscando la cabeza de algún que otro alumno hablador, incordiante o travieso, coleccionista de estampitas de aquellas para pegar en álbumes tan simples, tan memorables como los cromos de las niñas y las estampas de jugadores de las cajas de cerillas; los “ladrillitos" de cerámica también con futbolistas pegados; mi madre amenazándo con “hablar” de mí al maestro para que me reprendiera por alguna faena que no recuerdo (vigilaba sus movimientos desde el rebalaje oculto tras los montículos que el mal tiempo había dejado días atrás y notando la aceleración del corazón a medida que se acercaba a aquellas rejas de entrada); aquél mítico profesor (¿”El Pocasluces”?) de quién se decía que se dormía leyendo el periódico; los internos con caras blancas; aquellas tardes de verano tan lentísimas en donde el edificio parecía aburrido sin la niñería habitual; la alegría del inicio de curso con el olor de las “gomas” y el edificio recién encalado y las aulas con olor a pintura; don Antonio (aquél jovencísimo profesor con rasgos nórdicos y que luego “casi” hemos sido compañeros); Pepe Sousa (el maravilloso filósofo que me mostró el camino de la Naturaleza y la “verdad”); Fernando Vallejo (ese pedagogo que conseguía armonizar calidad educativa y humor, a quien tanto le debo y cuyo sentido lúdico de la existencia tanto le agradecí, tanto le agradezco)…; aquel cura con la punta de la nariz cuadrada y que luego volví a ver en Melilla después de treinta años, el saludo fascista y el “Cara al Sol” en el patio y antes de entrar a clase; el chaparrón de puñetazos y patadas de los profesores a aquel compañero rebelde públicamente ridiculizado; el orgullo de sentir que un miembro lejano de la familia dirigía el Centro. En fin no quiero aburrir… son vivencias demasiado personales e intransferibles que me suscita el sonido y las letras ICET.
Es mucho, pues, lo que le debo (lo que debemos) a la Compañía de Jesús y al Padre Ciganda y su sentido de la caridad para con los pescadores de las playas de El Palo y otros sectores sociales en aquella noche oscura del franquismo. Pero toda cara tiene su cruz y lamento mucho seguir contemplando en una de sus esquinas (en esa, para mí, querida esquina) una placa conmemorativa apologética de aquel infausto genocida que nos tocó sufrir así como de una de las bestias negras más fanáticas de su dictadura militar. Dice así: “SIENDO CAUDILLO DE ESPAÑA D. FRANCISCO FRANCO BAHAMONDE A VEINTITRÉS DE JUNIO DE MIL NOVECIENTOS CUARENTA Y SEIS, EL EXMO. Y RVMO. SR. DR. D. BALBINO SANTOS Y OLIVERA OBISPO DE MÁLAGA BENDIJO SOLEMNEMENTE ESTE EDIFICIO LEVANTADO POR EL ICET DE LA COMPAÑÍA DE JESÚS GRACIAS A LA MUNIFICENCIA DEL SERVICIO DE REASEGUROS DE ACCIDENTE DE TRABAJO BAJO LOS AUSPICIOS DEL EXCMO. SR. MINISTRO D. JOSÉ A. GIRÓN DE VELASCO.
A.M.D.G.”
Fdo.: Antonio Caparrós Vida