El Colegio de La Estación

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Los primeros miedos invocaban a las mariposillas revoloteando en la boca del

estómago ante la novedad de entrar por primera vez, el olor de nata de las gomas de

borrar, los lápices recién afilados, el olor a nuevo del interior de la mochila heredada;

un edificio que se antoja enorme y se va empequeñeciendo según íbamos creciendo, me

viene a mi olvidadiza memoria su entrada, un patio en forma de rectángulo con un

naranjo a cada lado semejaban soldados que custodiaran la grandes y antiguas puertas

de madera que abrían y cerraban el universo en el que aprendíamos a ser un poco

mejores ayudadas por nuestras profesoras, Doña Aurora hermana de Doña Eduarda ,

ambas con mucho carácter, daban mucho pábulo al dicho “la letra con sangre entra”,

recuerdo como anécdota que esta última, Doña Eduarda, siempre tomaba un tónica

después del almuerzo que le traía el solícito conserje, debido a las continuas

indigestiones que sufría; a Doña Pepita la recuerdo recta y ceñida a su discurso

pedagógico; La Directora mujer atolondrada y nerviosa, con un eterno cigarrillo

asomando en los labios y siempre alerta; Doña Mari, joven, fresca y con otras ideas de

enseñar, era mucho más transgresora y la última en incorporarse; Doña Adriana,

sexagenaria y de mente abierta, nos enseñó que además del encorsetado y trasnochado

currículo que debíamos aprender, más allá, estaba la naturaleza de nuestros propios

cuerpos cambiantes con sus hormonas díscolas; nos mostró que las personas con

síndrome de down podían integrarse, de hecho ella tenía una hija, que se llamaba Coni,

con esta discapacidad que asistía a clase como una más, la recuerdo como un sol de

cariñosa, besucona, bromista, porque su madre había luchado para que brillara por sí

misma, pese a su handicap. Su marido era pintor y antes de irnos de vacaciones de

Navidades nos pintaba el misterio en la pizarra para el deleite de todas las niñas del

cole, que hacían cola para pasar a ver la obra maestra

Hacíamos “excursiones” a un patio anexo a nuestra clase de 5º donde nos mostraba las

distintas las plantas y las flores como complemento a ciencias naturales y, de forma

consentida por nuestra profesora, esquilmábamos los jazmines con nuestras inocentes

manos llevándonos sus flores a nuestras mesas para olerlas e impregnar el ambiente de

la clase con ese maravilloso olor.

Siempre recordaré a Doña Adriana como a la mujer que, sin quererlo o sin saberlo,

asumió la faceta que nuestras madres no supieron asumir acercándose a nosotras como

personas, llegando a nuestro corazón con infinita humildad y dulzura. Le estaré siempre

agradecida.

Inma Caparrós Vida