Los de arriba, en un ataque de filantropía, dijeron a los de abajo que ellos también tenían derecho a ser felices y a poseer muchas cosas. Así que facilitaron, incluso, la posibilidad de que financiaran sus implantes dentales y liposucciones (por aquello de la estética y de la guapura) a un interés razonable y éstos, lógicamente, entraron al trapo al saber que todos en su barrio gastaban a manos llenas el dinero que se les ofrecía en cosas tan interesantes y vitales como las enunciadas, incluso, con pocas garantías de recuperación: es tiempo de maravillosos excesos, de sentirse poderosos, les dijeron. Y ellos así lo creyeron… y gastaron y gastaron con la ilusión puesta en barquitos veleros, chalets en las afueras de ciudades céntricas, viajes a New York…
Después, el juego fue otro: devolved, devolved el dinero… Todo ha sido una broma de mal gusto… calculamos mal y la cosa se desbordó… se nos fue de las manos… se descontroló… Así que devolved… devolved lo que os dimos, dijeron los de arriba. No podemos, contestaron los de abajo. Entonces aquellos llamaron al Estado y éste, con sus sistemas legales de violencia, trató de hacer entrar en razón a aquellos otros haciéndoles ver que las travesuras de los de arriba debían ser perdonadas como efectos inevitables de su naturaleza ociosa y que, de momento, comprendieran que todos los sacrificios solicitados (aumento del paro; recortes en sanidad, educación, jubilaciones; recortes de salarios de funcionarios; recortes de pagas extras, etc.) tenían como objetivo calmarlos… y restablecer el equilibrio de sus justas y abundantes ganancias. Y que si tenían alguna duda de su voluntad y colaboración al respecto, se fijaran a dónde iban a parar parte de los impuestos que los de abajo estaban obligados a pagar regularmente… y que ello lo hacía el Estado con gran pesar e, incluso si era llegado el caso, con rápidas reformas constitucionales. Porque cuando el bien común está en peligro hay que defenderlo como sea. Y cuando los de arriba no están contentos de sus balanzas de resultados, indudablemente, el bien común está en peligro.
De manera que todo fue como estaba previsto: los de abajo adelgazaron muchísimo hasta convertirse en pedigüeños y vivir de la caridad, los de arriba volvieron a ponerse sus brillantes botas, a retomar sus divertidos juegos y a brindar con champán comprado con fondos estatales destinados a bebidas caras y a hacerlos muy, muy felices como dioses financieros que eran. Y colorín colorado…
Antonio Caparrós Vida