El pequeño comercio tiene mucho de herencia, de transmisión de los buenos usos de padres a hijos, de legado. En cierta forma, las familias que se dedican desde hace años a esta actividad tan vieja como el hombre conforman una especie de nobleza y cuando un eslabón de la cadena desaparece el siguiente hereda esos títulos. Ello ocurre en todos los mercados municipales de la ciudad, aunque en los que están enclavados en los barrios históricos, esta realidad es mucho más palpable. Sin duda, el mercado de El Palo es uno de esos recintos que, aunque levantado en 2006 sobre la parcela que ocupaba el antiguo, sigue encerrando entre sus muros la esencia y la memoria de una barriada marinera que siempre se asomó con una sonrisa y una estampita de la Virgen del Carmen a la ventana de la vida.
La crisis también ha hecho mella en este mercado, ubicado entre las calles Diego Moya, Alonso Carrillo de Albornoz y Juan Sebastián Elcano, en pleno corazón de la barriada. El edificio se inauguró en noviembre de 2006 y es obra del arquitecto Ignacio Dorao. La inversión municipal fue de 1,7 millones de euros y la estética es muy funcional, alejada de aquellos mercados de la arquitectura de la autarquía regó todos rincones de la ciudad a partir de los años cincuenta. La superficie asciende a 1.680 metros cuadrados que acogen a 70 puestos.
Pese al evidente aspecto metálico de la estructura, el arquitecto quiso jugar con la iluminación, de forma que amplificó el chorro de luz con una gran bóveda de cerchas metálicas y amplios lucernarios. En la esquina, mirando a Juan Sebastián Elcano, los tres pisos están gobernados por un gigantesco ventanal y un cubo de vidrio traslúcido. Hacia la semipeatonal calle Miguel Moya, el creador del edificio mejoró la fachada con un frontal también de vidrio que evoca una estación de tren del XIX.
Los comerciantes de El Palo están contentos con su nueva ubicación, después de sufrir un destierro de dos años en las antiguas cocheras de la EMT, aunque el mercado municipal de esta barriada tiene cierto aire nómada y, en los últimos setenta años, ha pasado por cuatro ubicaciones distintas, tal y como recuerda Paco Leal, hijo de comerciantes, expresidente de la Asociación de Vecinos y dueño, junto a su mujer, de un puesto en el nuevo edificio.
«A finales de los cincuenta el mercado estaba en Las Cuatro Esquinas, en concreto en la calle Real, y había que montar y desmontar los puestos diariamente», explica, y recuerda que las crecidas periódicas del arroyo debido a las lluvias «inundaban medio barrio» y el agua «se llevaba por delante todo lo que pillaba», incluido puestos y productos como el pescado o la fruta.
«La calle Real y la calle Mar forman parte de una rambla, ya ese arroyo se soterró», precisa. Cuando se arregló aquello, el mercado se trasladó a la vecina calle Aguilar y Cano, zona a la que se conocía como Sidi Ifni –ciudad marroquí– tanto por el hecho de que el suelo estaba sin asfaltar, señala el pescadero Francisco Gaitán. «Se hacía de la misma forma, se desmontaba y montaba en el mismo día», recuerda Leal, para contar después que el mercado se inauguró en su ubicación actual en el 63.
De hecho, Leal guarda fotos del día de la puesta de largo del recinto comercial, pues su padre tuvo puestos tanto en los mercados desmontables como en los permanentes. Hoy en día, su mujer, Antonia Roger, regenta un negocio, Frutos Secos Antoñita. «Mi mujer lleva más de cuarenta años en esto. Mi padre y mi hermano vendieron frutas y verduras y antes, en la calle Mar, bacalao remozado y productos similares», subraya.
En su opinión, los antiguos mercados de abastos «eran el centro social del barrio. Aquello era un tiempo de miseria y hambre y había otra forma de vida, pero nos teníamos más en cuenta unos a otros, había un espíritu de solidaridad».
José Rodríguez Domínguez regenta la carnicería Pepín y es el portavoz de la Asociación de Comerciantes del Mercado Municipal de El Palo. «El principal problema que tenemos es que hay muchos puestos fuera y sacan las cosas a la calle. Además, Málaga está saturada de comercios», precisa sin dejar de trocear un pollo mientras una clienta se impacienta porque el tendero atiende a redactor y fotógrafo sin reparar en ella. «Si llevas toda la mañana viendo el entierro de la duquesa de Alba y ahora vienes aquí con bulla», le regaña amistosamente.
Acto seguido, Pepín, que pretende jubilarse en cuanto pueda, pues cumple 67 años el 22 de diciembre, también ataca a las grandes superficies que tanto daño, según dice, han hecho a los mercados municipales. «Una cosa, mi profesión es la de ebanista», dice.
Francisco Gaitán Toledo lleva desde los 13 años en la pescadería Paquito, un negocio familiar que fundó su padre. Ahora él tiene 58 años y recuerda la época en la que los puestos se montaban en Las Cuatro Esquinas y luego en Aguilar y Cano, «a aquello se le llamaba Sidi Ifni del polvo que había». También sonríe al recordar los 26 meses que pasaron en las cocheras de la EMT. «Viene muy poca gente», se lamenta, lo que se explica, por ejemplo, porque en El Palo hay dos grandes superficies y otra en Cerrado de Calderón. «Se dice que cada superficie crea 20 empleos pero no reza nunca en las estadísticas que normalmente ha hundido a cincuenta. Eso se lo digo yo a los políticos», critica, y añade: «Hay que tener cinismo para ayudar a los grandes y luego venir aquí a pedir el voto a los chicos».
Lo que más vende en su puesto, que regenta junto a su mujer, Carmen Ortiz, son boquerones y pescado para fritura en general. Antes, los restaurantes del cercano paseo marítimo arrasaban en los puestos del mercado, pero eso sólo ocurre ya en verano, porque los restauradores, indica, prefieren ir a Mercamálaga, entre otras cosas porque las cajas son más pequeñas y ya no tienen que comprar 30 o 40 kilos de pescado de una vez. «En invierno la playa está muerta», precisa. Gaitán, que tiene un gran espíritu combativo y que no se corta con nada ni con nadie, cifra en un 50% la caída de ventas por la crisis económica en los últimos tres años. «La gente joven ya no quiere freír pescao y eso que de aquí sale todo limpio, me falta ir a casa de algunos clientes y freírselo yo mismo», recalca.
En una ocasión, una mujer le preguntó que qué hacía ella con un rape, señala. «Ahora hay muchas cosas modernas para comer, antes había una olla de potaje para todo el mundo», reseña. Gaitán habla, como casi todos los comerciantes de los mercados municipales, de la clientela, habitualmente la misma de siempre, los vecinos y familias del barrio, asaeteados por la crisis y el paro, que prefieren productos frescos y tradicionales y el trato cercano del pequeño comerciante. Sin embargo, las parejas de menos edad tienen horarios incompatibles con los de un mercado, que suele cerrar al mediodía, de ahí que a la competencia de las grandes superficies se sume sin duda el cambio en las costumbres y el ocio.
El Palo, además, es un barrio popular, en el que la crisis se ha sufrido con dureza, lo que se deja sentir, cómo no, en su mercado municipal. «Nos viene gente del barrio, aunque también de Pedregalejo. Los sabaditos tenemos más ambiente. Menos mal que tenemos los sábados», reseña Gaitán.
Paco Leal también analiza el fenómeno del cambio de clientela. «Ha cambiado la forma de vida. Antes, el ama de casa compraba todos los días en el mercado: eran compras pequeñas: una lechuga, dos kilos de papas, pero hoy las familias hacen acopio de género semanalmente. ¿Cuándo se ve gente?, pues los viernes y los sábados», aclara.
Carlos López es el dueño de Frutas y Verduras El Murciano, un negocio que fundó su padre. Él también tasa en un 50% la caída de las ventas, aunque no se queja, advierte. «Se nota, pero no nos va tan mal, porque desde hace treinta años nosotros tenemos servicio a domicilio», dice. El trabajo es duro. Se levanta de madrugada y hay días que, tras volver de Mercamálaga, cierra a las dos y media y otros que trabaja hasta las seis y pico de la tarde, pero insiste en que los productos son de la tierra. «Mi negocio está aquí desde el 63, cuando se inauguró el mercado», dice orgulloso, para destacar luego que la cosa ha caído mucho en relación a los años del boom. «Antes era una locura», indica.
En cuanto al cambio de clientela, asegura que la de antes «era más fiel, yo tengo clientes desde hace más de 30 años, los de ahora van y vienen…», dice el también conocido como El Murciano, que tiene 45 años y lleva desde los 15 en el negocio. Entre sus clientes más ilustres, La Mari, vocalista de Chambao, el exalcalde Pedro Aparicio, fallecido recientemente, el jugador de baloncesto Rafa Vecina y el exdelantero malaguista Catanha.
Salvador Ternero es el dueño del bar Salvador y Lucas, especializado en pescado y en tirar cañas. «Nos va igual que a todo el mundo», dice. Él tiene una pescadería en Atarazanas, pero aprovechó la oportunidad que se le presentó para montar el bar. «Lo monté para ver si puedo salir de la crisis, pero es difícil, está todo lleno de ladrones», se queja.
Ternero reconoce que es bueno que el Ayuntamiento haya abierto la mano en cuanto a la ubicación de bares en los mercados, «cada vez se ponen más», indica, y luego alude a la caña de cerveza, «el producto estrella». Asegura que ya no hay tantos bares y restaurantes comprando su género en los mercados municipales, sino que acuden a Mercamálaga y eso se nota también en estos recintos. Luego, sentencia: «Más calidad y mejor precio que aquí no lo hay en Málaga».
Las críticas al mercado son, sobre todo, dirigidas a las altas temperaturas que soportan los comerciantes y a la falta de limpieza de las aceras aledañas