Cuando Ana Orantes fue asesinada en 1997, un escalofrío despertó la conciencia de la sociedad española. La habían visto días antes, en televisión, narrando el calvario que vivía desde hacía 40 años. Su muerte abrió los ojos a una ciudadanía que había hecho oídos sordos a un problema que siempre estuvo enterrado entre las cuatro paredes de casa. Las mujeres habían estado solas. Hasta entonces. El asesinato de Ana Orantes provocó una revolución legislativa que culminó en 2004 con la Ley Integral contra la Violencia de Género, que este año cumple una década con luces, pero con terribles sombras: en lo que va de año han sido asesinadas 42 mujeres; 12 de ellas habían denunciado previamente a su agresor.
La comparación, utilizada por algunos colectivos de víctimas, suele ayudar a visualizar cuál es la radiografía actual: ETA asesinó desde 1968 hasta 2010 (en 42 años) a 829 personas. El “terrorismo machista”, como lo definen ya estos colectivos, ha matado a 700 mujeres en una década. Una media de setenta homicidios cada año. El dato contabiliza a las mujeres asesinadas desde 2003, cuando se empezaron a cifrar los crímenes con vistas a la aprobación de la ley –un año más tarde–, hasta 2013. En este negro balance no se incluían a las 45 asesinadas de este 2014, catorce de las cuales habían denunciado.
Durante la reunión de junio del grupo de trabajo creado en el Parlamento de Andalucía para estudiar la futura reforma de la Ley andaluza contra la Violencia de Género –con el fin de mejorarla–, la diputada socialista Soledad Pérez fue clara: “No queremos modificarla porque tenga déficit, pero estamos preocupadas por el poco pulso social que está teniendo la violencia de género”. “Las mujeres siguen sin confiar en el sistema, el sistema sigue sin funcionar porque continúan muriendo mujeres que nunca denunciaron”.
Pocas veces se ha vuelto a repetir aquel 'sí' unánime de los 320 diputados del Congreso a la Ley Integral contra Violencia de Género. Salvadas las reticencias iniciales planteadas por el Partido Popular, nadie pudo negarse, aquel 8 de octubre de 2004, a dar apoyo a una norma que estaba llamada a combatir esta grave lacra social. Esta ley pionera, esperada y al final aplaudida por la casi totalidad de la sociedad, fue la primera que aprobaba el recién aterrizado Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.
Era la primera vez que la mujer víctima de la ancestral violencia machista se convertía en el eje de reformas sociales, sanitarias y, sobre todo, judiciales. Porque la ley no solo se comprometía a no dejarlas solas, a escucharlas, a acompañarlas… La norma incluía, además, el aumento de penas para los maltratadores y asesinos, creaba juzgados especiales y medidas de protección específicas para las víctimas. Pero llegó la crisis.
La presidenta de la Junta de Andalucía, Susana Díaz, reclamaba hace unas semanas al Gobierno central que no recortara más en esta materia que ya había perdido, en los dos últimos años, “el 22%”. Pero eldiario.es publicaba en septiembre que los fondos para las políticas en favor de la mujer se habían estabilizado en sus mínimos de cara a los presupuestos de 2015, aunque en los últimos cuatro años el gasto en igualdad y contra la violencia machista había perdido 16,9 millones de euros.
La clave: prevenir y educar
Nadie duda ya de que esta ley fue un paso definitivo en la lucha contra la violencia de género. Sin embargo, para Carmen Monreal, psicóloga, pedagoga y profesora de la Universidad Pablo de Olavide (UPO), “aunque supuso un referente, fue una ley mucho más avanzada que las mentalidades, mucho más difíciles de cambiar”. Esta ley echó a andar por delante de una sociedad en la que en determinados ámbitos se “mantiene la creencia de que las mujeres son menos capaces”.
“Esta creencia existe y existe en la actualidad, y esto hace que se cree resistencia, porque se trata de ideas que están muy interiorizadas. Esta idea de desigualdad llevada al extremo es lo que produce violencia, y el hecho de que esté tan interiorizada en la sociedad hace que exista tolerancia hacia ella”, explica Monreal, que codirige el máster de Género e Igualdad de la UPO y estuvo al frente del Aula de Género de la universidad durante cinco años (2003-2008). “Se han producido importantes avances en esa no tolerancia, se va interiorizando poco a poco ese rechazo social, y ese sí que es un gran paso, porque el problema deja de ser privado para convertirse en un problema social”.
“Pero esto es solo la punta del iceberg”, comenta Monreal, “porque hay hombres que siguen sin considerar que exista un problema y que, por tanto, asuman la igualdad en sus relaciones sociales, afectivas, laborales…”. “La única manera de combatir esto es la educación”, sentencia. Un aspecto, a juicio de expertos como Monreal, tratado en la ley, pero escasamente llevado a la práctica. “La prevención es la gran asignatura pendiente”, opina la profesora de la UPO.
Esta afirmación es ya una reivindicación ante los nuevos datos: los adolescentes imitan y reproducen los patrones machistas y ya se está produciendo un incremento de víctimas de violencia de género en menores de edad. “El machismo muta, cambia y se adapta”, afirma la directora del Instituto Andaluz de la Mujer (IAM), Silvia Oñate. Hoy ese machismo ancestral encuentra en las redes sociales y el móvil un gran aliado, de ahí que la Administración autonómica se esté empleando a fondo en el desarrollo de programas que tienen como eje a las nuevas generaciones y a las nuevas tecnologías. “Las jóvenes han crecido pensando que ese problema ya no era suyo, pero en el momento en que tienen pareja, son madres o acceden al mercado laboral, sienten en su propia piel esa brecha”, afirma Oñate: “Es ese falso espejismo de la igualdad”.
La revolución sigue pendiente. La última encuesta del CIS sitúa a la violencia de género y a los problemas relacionados con las mujeres en los últimos puestos de la lista de preocupaciones de los españoles, por debajo de la “crisis de valores”.