¡ESOS NIÑOS DE DIOS!

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Los niños de dios y de su madre y de su padre. Los niños que corren y lloran, patean y berrean, y no quieren cuanto no les dé la gana, desde tan pequeños, ¡los niños de dios!, desde sus inocentes maldades por salirse con la suya, atentos a sus puros caprichos e intereses.

                                                Dicen ahora los estudiosos de las cosas de los niños que éstos han de ir descubriendo su propio ritmo de aprender, y hasta su estricto interés por las cosas que quieran ir aprendiendo, a su aire, el niño en su encrucijada vital, en el centro de la concurrencia que le contempla y admira a tiempo completo.

                                                ¿Por qué se lo merecen?, seguramente, ellos los niños con sus mañas y sus ingenuas astucias por sacar al flote sus infantiles querencias, contra y a costa de quienes pretendan enderezarles . . . “por su bien”.

                                                En virtud de esos espectáculos que uno no acaba de comprender cuando se les reprende y ellos contestan con una patada a la espinilla del abuelo, o  llamando tonta a la mamá a boca llena,  y  diciéndole al papá que les deje en paz, tan mocosos ellos, reyes de sus decisiones, como cuando les preguntan que qué quieren para comer, o que qué ropa desean ponerse para salir a pasear, tan dueños de su propia autonomía, aunque de vez en cuando se les atragante, tan obligados a tomar sus propias decisiones, tan pequeños ellos, con su responsabilidad adosada de parte de sus adultos que tanto creen en sus pequeñuelos.

                                                Ellos que han de ir desbrozando su camino, allá ellos y sus solventes ¿capacidades? Por la cuenta que les han puesto a su cargo, ¡pobres de ellos tan confundidos en sus necesidades de decidir por sí mismos!.

                                                Antaño los niños rodeaban por afuera las reuniones de los adultos, atentos por si aprendían algo, atentos por si sobraba algo. Y es que recordamos muy bien cómo aguardábamos a que la reunión acabase con peladillas, rodajas de chorizo, aceitunas, patatas fritas . . . para darnos la gran pitanza. Cosas de entonces tal vez, el caso es que los centros de las concurrencias eran los propios adultos por encima de los niños que revoloteaban “sin molestar”. ¡En fin!

                                                Como ahora cuando los puros centros los ocupan los niños con sus cabriolas impertinentes o no, centros de máxima atención, los primeros en recibir todos los caprichos que puedan apabullarles. Como no ¡si se lo deben todo a sus infantes!, tan protagonistas ellos de sus gracietas y disparates, con todo por delante para molestar e incordiar, interrumpir y opinar con la prestancia de su madurez . . . de la que, por cierto, carecen, se pongan como se pongan sus papitos.

                                                ¡Estos niños de dios!, pequeños tiranuelos, dueños de sus caprichos, sus nones y sus síes, por la cuenta que les venga a caer encima a sus mayores.

 

                                                Torre del Mar   agosto – 2.015