Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo don Quijote de la Mancha, adusto hidalgo de vieja raigambre, recluido en su casona con su patio, ama y sobrina, al oreo del tedio y las moscas.
Desde un lugar de La Mancha del que el escribidor don Miguel de Cervantes no quiso saber mucho, cuando incluso jugó a disimular que no “quería acordarse” aunque bien supiera del lugar y de otros tantos lugares, tan iguales y parejos, tan mohínos y monótonos, de polvareda y roderas aplastadas los caminos hacia la línea sin quebrar del horizonte.
Cuando don Miguel fue a escribir de un hidalgo de gotera, viejo y honesto, probablemente aburrido, lector empedernido, abstraído en su decadencia inevitable, de “los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor”, por reconocerse heredero de antiguas justas y gestas, en el silencio moscón de los atardeceres manchegos, en el cielo vencejos, sobre la tierra solina aplastada.
Desde su cansancio inevitable, de héroe incomprendido, don Miguel, triste y solemne, pura añoranza de decepciones y encontronazos pasados, pura sangre brava del autor, vetusto buscón de fortuna, capitán frustrado, el nieto de juez y el hijo de sacamuelas, de escasos recursos y fama muy frágil, venido a detenerse en sus recuerdos y nostalgias, bajo la inclemente solanera de la Castilla imperial . . . venida a menos, venida al letargo, en el mismo que protege al “ocioso y sempiterno hidalgo” en su feudo, leyendo “libros de caballerías”, dedicado al “ejercicio de la caza y a la administración de su hacienda”, estricto ingenio por retratar la España pobre y devota.
Hasta llegar al intríngulis de su locura desatinada, don Quijote, de tanto leer, de tanto sorberse el seso, entre requiebros y desafíos imaginados, hasta llegar a la sentencia definitiva: “La razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura”.
Personaje recóndito en La Mancha de los caminos y las ventas perdidas sobre el páramo desolado, taciturno, gracias al “ingenio” de don Miguel de Cervantes, tratando de encontrarse, exactamente, por las mismas trochas y veredas que tanto tuvo que hollar el insigne escritor, antiguo soldado, recaudador real, eminente derrotado en silencio volviéndose a Madrid, el creador infatigable por dejarnos la memoria de la época, incluso mediante alguna sonrisa, preferentemente con la ternura como forma de contarnos las aventuras del “ingenioso hidalgo don Quijote de La Mancha”.
Justo desde el punto en que ya “rematado su juicio, fue que le pareció conveniente y necesario, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo, a buscar aventuras . . . donde cobrase eterno nombre y fama”.
Y así inicia el relato el buen hidalgo alcalaíno, lleno de costurones, sinsabores y fracasos a cuestas de sus lomos transido de fatigas, don Miguel, vencido y fatigado, el viajero que supo esbozar a sus paisanos, sin regalos ni boatos, al servicio del devenir del Imperio que claudicaba sin remedio, como una cadena de presos, como una hilera de arrieros tozudos y prosaicos, como una galería de fantoches encumbrados a su vana soberbia, desde el proscenio en miniatura del Retablo de las Maravillas, contando y cantando sus venturas y desventuras . . .
“Limpias, pues, sus armas, hecho del morrión celada, puesto nombre a su rocín y confirmándose a sí mismo, se dio a entender que no le faltaba otra cosa sino buscar una dama de quien enamorarse . . .”
Madrid abril – 2.016