Cuando al poco una pareja de chicas, monísimas, modernísimas, alternativas a tope, con sus tatuajes y piercings correspondientes, radiantes, charlatanes, en una mesa contigua a la mía, dispuestas a pasar un buen rato charlando a trompicones.
Cuando mientras una de ellas iniciaba el ritual del liado del cigarrillo que se iba a fumar, mientras no paraba de largar y largar entre risas, guiños, y más risas, frente a sus cañas de cerveza dobles, fue a acercarse un pakistaní, de edad provecta, muy amable, vendedor ambulante de mecheros, de los más corrientes, con el solícito empeño de conseguir un jornalillo, cuando llegó a ofrecer los mecheros a la pareja de jóvenes.
Cuando entonces la más primaria, seguramente, la más exultante, la más abierta, espetó cogiendo un mechero:
¡Estupendo, qué guay, un mechero!. Te lo voy a pillar, Con cierta y maleducada franqueza le comentó al pakistaní. El mío se me ha gastado, así que te voy a pillar éste. Funcionará ¿no?. Y apretando la llama deslumbró la esperanza.
Y la chica siguió:
¿Cuánto quieres?
La voluntad, con una amabilísima y servil sonrisa, mientras extendía la mano.
Y depositando una moneda de 50 céntimos en la mano del vendedor:
¡Con esto ya te vale!
Apenas tuvo el buen hombre de querer decir que, tal vez, la voluntad podría extenderse una pizca más su generosidad.
Y no te quejes, se adelantó la muchacha, que con 50 céntimos te puedes comprar ahí en la esquina una barra de pan. Además que he visto estos mecheros por 35 céntimos.
Y el pakistaní supo retirarse a tiempo, no fuera la joven a levantar la voz, y le vino bien o regular conformarse con los 50 céntimos, Qué remedio.
Por cierto la caña de cerveza doble costaba 2,50 euros.
Y las chicas siguieron a su rollo, tan felices, tan enfrascadas en sus cosas.
Madrid septiembre – 2.016