Corriendo sin parar, tras el pelotón que botaba y mal botaba, subiendo la banda, bajando a defender, sudando la camisolita que quedaba corta o llegaba a las rodillas, la frente despejada, con el flequillo echado a un lado, yéndonos todos a rematar el cabezazo imposible que nos cegaba frente al sol y con el polvo pegándose al sudor infantil, corajudos e invencibles con el ánimo revolucionado, tras el pelotón de reglamento que se descosía pronto y se abombaba hasta pincharse, sin bajar la guardia, con el arquero, el más torpe y gordito del grupo, como el último cartucho para mantener la portería a cero aunque terminasen por golearnos por más de a siete.
Y nuestros héroes manoseados, aplastaditos y reunidos en nuestros bolsillitos, como tesoros que no se vendían si no fueran por un buen cambio por la figura, por el cromo que nunca salía y era el suspiro de nuestros deseos, hasta lograr la alineación de nuestro equipo, el equipo de nuestros mayores, con el que casi nos amamantaron, con el rojiblanco de mis sueños, el rostro del jugador de frente, a punto de saltar al campo, con la alineación sabida de hacia adelante y de hacia atrás, con el Iríbar “cojonudo” para lo todo, hasta el once habilidoso y centrador de chuts al punto del penalty, Rojo I , algo chuleta, algo veleidoso, un artista con el esférico de antaño, cosido, marrón de tierra, que dribla, que corre hasta el córner y que golpea con su pie de seda, suave sobre la cabeza de Arieta que entra como un obús a rematar al fondo de la red, si no se iba a las nubes.
Y nosotros corriendo sin desmayo, sobe la tierra pisoteada y los guijos acechando para desollarnos las rodillitas cuando tropezábamos y caíamos de bruces y antes de caer sobre la tierra salpicada de piedrilla ya pitábamos que ¡era falta y que la sacábamos nosotros!, cada uno peleando por cada segundo de posesión de la pelota por llegar a la portería contraria y marcar aunque fuera con la rodilla, hasta el pitido final, justo cuando acababa cada recreo, con nuestras medias caídas hasta los tobillos, el surdorcillo corriendo a enjuagarlo en la fuente, felices, pletóricos, repitiendo mentalmente y sin callar las jugadas que no salieron, resistentes los zapatos “gorila”, de piel, de uso múltiple, que habían de durar la temporada entera, el curso entero, amando el fútbol de frente, el fútbol de todos al ataque, todos a defender y todos al abrazo campeón, al rebullón del deporte sin reservas, cuando no sabíamos que estábamos haciendo deporte y solo estábamos locos por jugar al . . . fútbol. . . en cada recreo.
Y gloriosos y sumidos en una nube, el día de la fiesta del colegio, con nuestras camisetitas de franjas rojas y blancas, prestadas por ese solo día por los frailes, para jugar el partido de los colegiales contra los internos, tan repeinaditos, tan concentrados y felices, que lo que menos importaba era el resultado, por creernos que éramos, cada uno en su intimidad, su jugador de primera división preferido, quietos un momento para que nos sacaran la foto del blanco y negro.
Y yo soñaba según con quién, según en qué posición me colocaran, que algo comodín debía resultar, y lo mismo era Orúe, recio y sobrio que defendía y corría la banda derecha que, también, me imaginaba Uriarte, el diez elegante y listo para intuir el pase entre la maraña de piernas que unas veces salía y la mayoría no, que Maguregui, señorial y displicente, en el centro de todos los pases diagonales que acertaban sobre el siete o sobre el once, según.
Y éramos tan felices jugando al fútbol con la suerte, si se terciaba, de una vez al año siquiera y si iban bien las cosas ir a ver a tus héroes, con tu padre de la mano para no perderte, “a la catedral” del fútbol, la capital norteña del fútbol de verdad, a soñar que aquel césped olía como tu deseabas a veces que oliese el patio sin asfaltar del recreo del colegio, un día sí y otro también, mientras la fragancia varonil del linimento invadía toda la emoción.
Y no sé si entonces ya era el fútbol el “deporte rey”, pero sí que era nuestra pasión endulzada de sudor esforzado de sábado a sábado, justo hasta que tu madre te frotaba bien las pantorrillas, las rodillas hasta desollarlas de nuevo y los tobillos hasta abrillantarlos, mientras tú solo eras un crío bruñido y desnudo de ingenua vitalidad de pie, en medio de la cuba de latón llena hasta la mitad de agua caliente y jabonosa y tu madre restregaba y restregaba.
Tiempos pretéritos que nos hicieron lo que somos, cuando amamos el fútbol que no pide tregua, que no busca desmayo y que corre hasta la extenuación por no darse por perdidos, aunque terminamos por ganar menos de lo que . . . ¿nos merecimos?. . . ¡por entrega y pasión!
Y solo éramos unos niños que crecíamos sin parar por llegar a ser . . . hombrecitos de pro, aprendiendo que también el fútbol tenía unas reglas que . . . había que cumplir. . .
Aunque perdiésemos más que ganáramos.
Aunque terminamos por ganar vitalidad y respeto por las reglas del juego, ¿o no?.
Torre del Mar junio 2.015