Tras cada período vacacional los niños regresan a la escuela, desde los tres añitos hasta los dieciséis, como poco, de manera obligada. Con mayor o menor aprovechamiento, los muchachos de hoy, los adultos de mañana, pasarán horas y horas . . . entusiasmados, atentos, aburridos, hastiados, depende . . . alimentando su autoestima pareja a su formación intengral, o también engordando su sentimiento de fracaso sin otra perspectiva que el sonido del timbre que anuncie el final de la clase.
Me han contado de un grupo de alumnas y alumnos de 4º de la ESO, en un Instituto de barrio en Madrid, el último curso de la enseñanza obligatoria, un grupo formado por repetidores, jóvenes desmotivados, aluvión de fracasos acumulados, que solo aspiran a medio soñar con ¿un grado medio?, o ,ni siquiera, con un oficio, un apaño . . . que alivie su sentimiento desesperanzado.
Un grupo formado por chavales que ya no esperan nada del sistema que solo les ha ido acumulando fracaso tras fracaso, de la escuela, de cuando ya empezaron a quedarse rezagados, del colegio, del Instituto, cuando el reenganche era literalmente imposible . . .
Pero el sistema no cesa, y los Departamentos aplican los proyectos curriculares, los programas, los planes de estudio, y por eso mismo este grupo ha recibido el encargo de leer, obligatoriamente, una antología de 14 cuentos del siglo XIX, de distintos autores, obras menores, difíciles, fuera de la actualidad, parece que seleccionados para espantar las escasas destrezas de tales alumnos en la ciencia o arte de la lectura.
Añadiéndose trabajos, actividades complementarias, comentarios que harán imposible su cumplimiento por tales muchachos . . . que apenas dominan el estricto ejercicio de leer, de leer y comprender, de leer y disfrutar, de leer y aprender, como si de una asignatura pendiente se tratara de la que nadie se va a hacer responsable salvo el suspenso atribuido, en exclusiva, al alumno.
Y esta actividad académica dará la puntilla a cualquier esperanza que nos permita pensar en que la lectura llegue a formar parte de estos alumnos, y todo seguirá a su aire, y el fracaso escolar formará parte del fracaso personal e individual . . . y las estadísticas reflejarán los datos, de los éxitos y de los fracasos, y pronto se habrán olvidado que cada éxito, cada fracaso tiene un nombre y un rostro y una vida que culminar.
Como para que luego, tras una larga vida dedicada a la docencia , un maestro de escuela, solo puede abandonarla . . . emocionado, sin duda, cabizbajo, consciente de que el sistema no ha sabido atender los casos más necesitados, después de todo.
Yo comentaba, mientras ejercía mi profesión de maestro de escuela, que serlo de un niño estimulado, espabilado, motivado . . . era muy fácil. Pero que lo auténticamente meritorio era sacar adelante al resto: desmotivado, reacio, torpe, fracasado tempranamente . . .
Y a pesar de todo siempre nos quedarán los buenos maestros, inolvidables . . . como el maestro Donnat.
Torre del Mar enero – 2.017