Rendidos ante la noche que se avecinaba, cernida de vísperas entreveradas, de carreras por llegar a casa, tras haber asistido, arrobados, a la humilde Cabalgata de cartón y papel de colorines, con los Reyes “de verdad”, encumbrados en sus carrozas de rizos y tronos de mentirijillas, mientras tratábamos de cruzar nuestras ansiosas miradas imberbes con las de Sus Majestades, de la mano de nuestros padres que, sin saberlo todavía, serían quienes nos asegurarían el milagro.
Por eso aquellas noches de Reyes obedecíamos a nuestros papás y también a nuestras mamás, y tratábamos de ser lo más buenos, porque “nos estaban viendo los Reyes”, y nos íbamos muy pronto a la cama, aunque no tuviéramos ni pizca de sueño, y apretábamos muy fuerte los ojos, y escuchábamos atentos los ruidos que no acabábamos de comprender, y nos dormíamos como benditos, aunque luego . . .madrugábamos antes que ningún otro día y corríamos al salón y el entusiasmo, la felicidad y los nervios se tornaban infinitos, descubriendo que tal vez este año habíamos tenido suerte y los Reyes habían atendido nuestros deseos con más acierto que años pasados, y aunque la madre se preocupaba de que nos pusiéramos las zapatillas para no andar descalzos y también la bata, y no nos saliéramos de la alfombra, aunque nosotros ya no escuchábamos, tan felices de haber recibido el juguete deseado, aunque no importara que no hubiera sido exactamente así.
Porque los Reyes se celebraban como un acontecimiento único en el año, mientras nuestro arrobo y nuestra fe en la magia se fortalecía, pese a los derrotistas, pese a que ya disimulábamos porque las sospechas iban creciendo a la velocidad de nuestras medras naturales, porque ya no éramos tan niños, porque queríamos seguir siendo niños eternamente . . . al menos aquellas mañanas de Reyes.
¡Felicidad e inocencia