Bob Dylan canta a Frank Sinatra… ¡Y funciona!

Por cierto, Dylan demuestra nuevamente que, por muy famoso que uno sea, resulta factible funcionar por debajo del radar de los medios: nadie se enteró del “proyecto Sinatra” hasta que colgó una canción en la Red. Recuerden que exhibió unas fantasiosas puertas de hierro forjado en una galería londinense, a finales de 2013. Era inevitable preguntarse ¿de dónde saca el tiempo alguien que también escribe y pinta, aparte de dar unos cien conciertos al año? Aún más: ¿nadie sabía que se dedicaba a soldar y manipular desechos metálicos?

Al menos, semejante hobby tiene explicación biográfica: Dylan nació cerca de una zona rica en mineral de hierro, el yacimiento Mesabi. Pero lo de cantar standards nos parecía más problemático: Bob tendía a homenajear a autores profundamente rurales, como Jimmie Rodgers, Hank Williams o Woody Guthrie. Incluso, alardeaba de haber hundido Tin Pan Alley, la factoría de canciones que dominó el mercado musical durante la primera mitad del siglo XX.

De su arrasada garganta, extrae una voz frágil y añorante. La voz de un hombre de 73 años que puede evocar las oportunidades (amorosas) perdidas, la resignación del vividor cansado

Tin Pan Alley era un tipo de música y también un lugar: la zona de la Calle 28 neoyorquina, entre Broadway y la Sexta Avenida, donde se instalaron las editoriales musicales y, en muchos casos, los compositores y letristas contratados por ellas. El nombre —el Callejón de la Sartén— escondía una referencia humorística al ruido de docenas de pianos trabajando a pleno rendimiento.

Y sí, se puede afirmar que Dylan acabó con aquel imperio, con la pequeña ayuda de Lennon y McCartney. Su ejemplo empujó a los músicos de rock a componer, a desarrollar canciones melódicamente más simples y desprovistas del sentimentalismo de Tin Pan Alley. Comenzaba la era del artista autosuficiente. Cierto que había ejemplos previos, de Chuck Berry a Buddy Holly, pero ahora se pedía correspondencia entre lo que se cantaba y lo que se pensaba o vivía: la famosa “autenticidad”.

De los artistas que basaron su carrera en la cadena de producción de Tin Pan Alley, quedan en activo Tony Bennett y pocos más. Cabe imaginar su asombro ante la selección de Dylan en Shadows in the night: ninguno de los temas forma parte de los grandes éxitos de Frankie; nada de Cole Porter o George Gershwin. Lo más identificable con Sinatra es I’m a fool to want you, que lleva su firma como coautor y que fue considerada una petición de reconciliación con Ava Gardner. Sí es cierto que Frank estrenó Stay with me en 1963, pero contiene un desacostumbrado mensaje religioso, derivado de aparecer en El cardenal, la película de Otto Preminger.

La caída de Tin Pan Alley

En realidad, la decadencia de Tin Pan Alley es anterior a la llegada de Dylan. Comenzó en los cincuenta, cuando las radios estadounidenses empezaron a dar cabida al rhythm and blues, hasta entonces confinado a los guetos afroamericanos. No respondía a un plan para acabar con la segregación: generalmente, los locutores aceptaban los sobornos (la llamada payola) de discográficas especializadas en el mercado negro. Con el crecimiento del poder adquisitivo de los jóvenes, estos optaron por una música propia —aunque bautizada como rock and roll, no muy diferente de lo que antes se denominaba “música racial”— y rechazaron las sofisticadas canciones que enamoraban a sus padres.

Pero la irrupción de Bob Dylan subió el listón. Lo contó Gerry Goffin, uno de los grandes artesanos del Brill Building, la versión juvenil de Tin Pan Alley. En 1965, acudió a un concierto de Dylan y se quedó aplanado: “Yo me esforzaba en hacer buenas canciones pero fue ver a Dylan y pensar que mi mujer y yo ni siquiera jugábamos en la misma liga”. Su mujer, Carole King, sí supo adaptarse a la nueva sensibilidad, pero casi todos aquellos compositores quedaron relegados a la categoría de mercenarios de la industria, nombres sin cara ni credibilidad.

Que conste que lanzar un disco de standards es hoy una jugada plenamente aceptada en la industria pop. Fueron pioneros Harry Nilsson, Ringo Starr o Carly Simon. Más recientemente, lo han explotado con éxito figuras como Rod Stewart, Robbie Williams y Linda Ronstadt, que hasta sacó del retiro a Nelson Riddle, legendario arreglador de Sinatra. Típicamente, Dylan ha buscado en los rincones obscuros de lo que ahora llaman el Gran Cancionero Estadounidense. Con una excepción: la mil veces grabada Autumm leaves, la adaptación al inglés de Les feuilles mortes, una canción francesa que Yves Montand descubrió en 1945. Pero lo que seguramente habrá chocado a Tony Bennett son las vestimentas instrumentales, más cercanas al country que al jazz.

Aunque Dylan haya acudido al estudio de la torre de Capitol, en Los Ángeles, donde grabó Sinatra, no ha querido aprovechar las posibilidades acústicas del lugar, con técnicos expertos en grabar big bands. Dylan no ha buscado una gran producción: tocan esencialmente sus músicos de directo (y el baterista, George C. Receli, no llega a usar su instrumento completo).

Tres de las diez canciones llevan leves pinceladas de metales, pero nada de la trompetería frecuente en este repertorio: dos trombones y una trompeta o trompa. Esencialmente, la música trenza finos pespuntes de guitarra con lamentos de la pedal steel guitar; apenas hay pulso rítmico, con el contrabajo a veces tocado con arco.

Y sin embargo, ese toque minimalista, esa ambientación espectral, le encaja perfectamente a Dylan, que aquí simplemente canta (no maneja guitarras ni teclados). De su arrasada garganta, extrae una voz frágil y añorante. La voz de un hombre de 73 años que puede evocar las oportunidades (amorosas) perdidas, la resignación del vividor cansado. De forma mágica, uno podría ignorar los créditos y creer que sí, que son composiciones de Dylan, nocturnos ejercicios de estilo de un creador enciclopédico