D I C I E M B R E

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Este paisaje podía leer yo en los números de los tebeos correspondientes a diciembre. Y siempre me parecía algo exótico porque mi tierra y mi familia no era de pavos, sino de capones, de pollos jóvenes, engordados con grano, y que recuerdo que mi abuela traía a casa, vivos, un par de ellos, atados por las patas y que luego también habría que pasar por el trance de matarlos, bajo el brazo de mi abuela, desplumada la coronilla, agarrando con el dedo índice el cuello y el pico, para dar el tajo que desangraría al bicho hasta llenar un pote con la leche caliente. Mientras yo en medio de la cocina callaba y observaba impactado. Luego ya entre todos y risas y chascarrillos nos aplicaríamos a desplumar a los capones a mano.

Solía llevar yo, en mis años docentes, abuelas y abuelos que, de uno en uno, iban explicando a los alumnos, chiquillos de entre 8 y 10 añitos, sus vidas. Por esas aulas pasaron costureras, herreros, mineros, sastras, amas de casa, pastores, ebanistas, labradores, . . . que nos hablaban de sus azarosas y esforzadas vidas. ¡Cuánto aprendíamos todos, y qué atentos que se estaban los niños!.

Recuerdo un abuelo que nos contó que él había nacido en una pequeña alquería, en la sierra, dentro de una gran hacienda de la que su familia era empleada. Él pudo ir a la escuela 10 días, porque ya con siete añitos tuvo que encargarse de cuidar, pastorear, a la ralea de pavos que salían a diario a pastar. Él contaba que pasaba el día me dio bien pero que al intentar regresarlo a casa entonces la cosa se ponía era difícil. Porque los pavos son tontos y algo “joíos” y que él terminaba todos los atardeceres llorando de impotencia porque no sabía, a sus siete añitos, hacerse con los revueltos bichos. ¡Otro niño Jesús haciendo de niño pavero!

Mis alumnos escuchaban sobrecogidos, no había motivo para la risa. Luego aquel abuelo nos comentó que pronto mejoró su situación, pues a los dos años le pusieron a cuidar puercos, y se hizo niño porquero. Y eso era otra cosa.

Enfín recuerdos de aquellos diciembres de chuzos de hielo que colgaban de las cornisas, con los cristales empañados de ambiente hogareño y navideño, cuando mi madres desempolvaba la caja donde se guardaba el Belén, variopinto, con el castillo de Herodes de diseño medieval, los caminos de serrín y los ríos de papel de plato. El campo de musgo reseco de un año para otro. Con figuras sueltas salpicando el humilde Belén, con el portal al fondo, hecho de corteza de pino, con la familia reunida ante el retablillo familiar.

Mientras yo, ojeando los tebeos seguía obsesionado con los pavos perseguidos por la familia Ulises. Esos bichos tan raros que en mi casa jamás entraron.

Un año más, la navidad ya estaba anunciada y las calles reunían a sus nietos con sus abuelos de la mano recorriendo los escaparates de los juguetes.

Torre del Mar diciembre – 2.016