Noventa y seis perillanes de mejor o peor condición que abarrotaban el humilde colegio, la escuela de pueblo, perdida, chata, medio abandonada, medio derruida a la salida del pueblo que regentaba el buen maestro don Felipe, con su guardapolvo gris oscuro, casi negro, de porte imponente, algo sombrío, de gesto adusto y semblante taciturno, maestro venido de fuera, de alguna capital que nunca confesó, maestro venido a desasnar y comer caliente y dar paseos largos con un libro en las manos, leyendo, mientras caminaba.
Don Felipe, siempre en la memoria agradecida de mi padre, maestro de escuela, maestro de pueblo, don Felipe, maestro llegado al pueblo de mi padre para hacerse cargo de la escuela, con un pasado incierto, desconocido, cuando llegó viudo y con dos hijas, la Justa y la Irene, señoritas que quedaron solteras, de por vida, ilustradas, distantes y solemnes como entonces solo podían llegar a ser las señoritas. . .con su halo de misterio y de frustrada pena que nadie sabía . . .por qué ni desde cuando.
Mi padre, por su parte lo mentaba a la menor oportunidad y a lo largo de toda su vida, manteniendo una admiración y afecto que no se tambaleó jamás, que arraigó cuando mi padre solo era un chiquillo, un pastorcillo que salía con su rebaño, el rebaño familiar, de varios cientos de ovejas, de tan buena mañana, cuando quería empezar a amanecer y mi padre, hecho un zagal, ya sabía de pastos, de trochas, veredas, rastrojos y lomas, pastoreando jornadas largas, tórridas, interminables, al frente del rebaño que riscaba la modorra ahíto de hierba rala y nutritiva.
Un pastorcillo que, antes de irse a la tarea, aún con la noche cerrada, debía madrugar e ir a casa de don Felipe que le aguardaría para enseñarle «las cuatro reglas», los rudimentos de lo «que debería aprender» mi padre, un mocete que no podía acudir a la escuela y que sin embargo su padre, el señor Francisco, sabía que tendría que sacar tiempo para . . .»aprender esas cuatro reglas», siquiera.
Y así es como, mi padre, un zagalillo espabilado e inquieto acudía regularmente, cuando aún no había amanecido, a casa del maestro de pueblo, don Felipe, a descubrir el mundo desde un cuaderno caligrafiado con letra picuda, limpia, descifrando problemas multiplicar y dividir, de interés y de regla de tres, desentrañando los entresijos de la redacción autónoma, valiente, enriquecedora. . .de la contabilidad más elemental, para un chaval que soñaba con comerse el mundo. . .más allá del horizonte que contemplaba a diario, feliz, mientras modelaba con su navaja una flauta de. . .fresno.
Mientras el maestro don Felipe se arreglaba a diario para llegar a abrir la escuela a su hora, sabio como un viejo . . . maestro, don Felipe.
Torre del Mar octubre – 2.014