Quien me abrió las puertas del cielo cuando ya sospechaba que iba a ser un lugar imaginario.
En los tiempos oscuros y húmedos, entre requiebros a la mocedad que espabilaba atolondrada, mientras gastaba algunas monedas para enchufar la máquina del bar con la balada elegida, hasta sentirme transportado una y otra vez, llamando a las puertas del cielo, tras el ocaso del sueño americano y atravesando el solar propio buscando la respuesta inalcanzable, aunque la trajera o llevara el viento, incluso aunque fuera en su ímpetu donde podría llegar a encontrar la reveladora verdad, la inexcusable razón para seguir el camino, siquiera entre espasmos de música tenue y honda.
Y al fondo del escenario, en el imaginario perfecto de la época, glauco y épico, para intentarlo rompiendo moldes, mientras se rasgaban las voces y se tañían las guitarras en el declive amable de los días apagándose.
Mientras se tambaleaba el mundo a nuestro alance, entre estampidas de color y versos apaciguados, cuando Bob Dylan lideraba el salto a los nuevos tiempos, con parsimonia de orate y flecos de arte, con una mirada triste, como si fuera posible reencontrarnos a la luz de las velas.
Eterno rapsoda de menuda envergadura y solapado tono, dejándose entender, en el arranque de tanta juventud desperdigada, buscando las puertas del cielo para llamar ante ellas.
Bob Dylan al paso tranquilo y veraz de quien da en la diana, emocionado misterio, llamarada de pasión contenida en un estribillo universal y mágico, tras la estela de tu son golpeando las cuerdas, deteniéndote en el viento toda una vida.
Para una vez más y para siempre reencontrarnos en el camino quienes creímos que la verdad se podría encontrar al raso, bajo el influjo de las estrellas también llamando a las puertas del cielo
Logroño 31 – mayo – 2.011
L E O N A R D C O H E N
Siempre es bueno aparcar un rato para dejarse mecer por Leonard, desde entonces, cuando desgranábamos el asalto a la incertidumbre que nos acechaba, pletóricos y transidos de emociones, por llegar a entender lo incomprensible, por intentar una y otra vez lograr la torre de marfil que nos embargara de dicha y triunfo, por encima de todas las pasiones, tan convulsas como juveniles, mientras cerrábamos lo ojos y soñábamos, y amábamos el amor más allá de nuestra pacata realidad, en un vals de mil tiempos, inacabable y fugaz como una canción inolvidable.
De nuevo Leonard Cohen en mi peripecia vital, desde antes del último cuarto de siglo pasado, desentrañándose en las brumas imaginadas tras la hermana Suzanne, como si de una balada triste se tratara, como si de un aliento imparable fuera a acabar, enamorándome de tus pausas, encandilado de tu voz cómplice.
Leonard Cohen dándome cuerda, a la par, en el cancionero inigualable, entrañable y rutilante como un foco triste sobre el escenario, en el aire fundido de polvo de estrellas sobre la canción que se deshilacha triste, única, como entonces cuando yo amanecía y Cohen espabilaba mi ternura que apenas balbuceaba.
Como un pájaro sobre el alambre, buscando su Itaca particular, con la galanura de su semblante grave, en la búsqueda franca de los hermosos vencidos que se harán invencibles en la batalla que libran, al frente Juana de Arco, en la escaramuza del partisano que no cesa por abrazar la libertad, en la noche, en el umbral del amor que se persigue.
Refugiado en el hotel Chelsea con los jóvenes malditos que cayeron tan pronto, sin sentido como siempre, mientras Cohen cantaba en susurro y recelaba de la noche en compañía de las hermanas de La Gracia.
Para que al fin del camino acabes siendo tu hombre, yo sin dejar de escucharte, tú mirándome de frente.
Logroño 2 – junio – 2.011
Fuente: Antonio Garcia Gomez