Manuel tiene 79 años, “metido” en 80, como él dice, con esa costumbre de aumentarse la edad que tienen esos que no representan ser más jóvenes. Vive solo, viene a consulta ocasionalmente, aunque tiene varias enfermedades que hasta ahora no le han impedido llevar una vida activa, con sus rutinas de siempre. Hace un par de días llamó que no se había podido levantar de la cama. Parecía un vértigo. Quedé en ir después de la consulta.
Fui andando, porque en su zona es casi heroico aparcar, y me acordé de la residente que se fue a Suecia y cuenta como tienen dos coches para avisos en el centro de salud y que si están ocupados van en taxi…. Otro mundo. Es una zona popular y fui saludando una y otra vez mientras pasaba, incluso hice una consulta de calle, en la puerta donde Francisca estaba sentada y me enseñó una picadura extensa e infectada en el dorso de su pie derecho. Puse el maletín en la puerta y con la destreza adquirida con la práctica de ejercer la medicina en lugares insospechados, lo abrí, saqué sello y receta, me apoyé en la carpeta y prescribí la pomada antibiótica que competiría con su diabetes para curar pronto la piel y evitar una úlcera. Medicina de escalón. Seguí rápido, antes de que Francisca intentara sonsacarme a donde iba. Cuando llegué a casa de Manuel pegué aunque ví la puerta entreabierta. Entré cuando oí un “pase, pase” y precisamente “pasar” era lo más difícil del mundo en este caso.
A la “casa” de Manuel se entra por un pasillo estrecho, que me recordó que tengo que adelgazar sin falta, en el que está ubicada la “cocina”, consistente en un armario sobre el que descansa una hornilla de gas de dos fuegos y un armario colgado con el que cualquier persona de estatura mediana tendría alto riesgo de tropezar, suerte que Manuel es bajito y menudo. Completa el mobiliario una nevera pequeña, tipo “minibar” bajo el fregadero superlímpio como todo lo que veo.
Al fondo, una única habitación con la cama, miles de fotos en las tres paredes, armario, silla y tele sobre una mesilla de noche que presta tantos servicios que no sé cómo mejor llamarla.
Manuel está en la cama y efectivamente tiene un vértigo posicional muy fuerte, está literalmente agarrado a las sábanas. Lo exploro como puedo, mientras siento que me miran todos los ojos de las fotos que cuelgan sobre la cama. Qué distinto hacerlo aquí a en la camilla de la consulta. Le pongo un inyectable para que le haga efecto rápido y le pregunto si tiene alguien que venga a ayudarle ahora que está “malo”. Veo que no tiene teléfono.
Me dice que sí, que cuenta con la vecina, que vendrá a traerle comida y “darle vuelta” y a comprarle las medicinas de la farmacia que yo le recete. Manuel debió notar cómo yo miraba todo y entonces me contó que aquello era la parte de la casa familiar que le había tocado en herencia y que él vivía bien, tenía lo que necesitaba y lo único que pedía, que me pedía, era salud para seguir allí hasta que “Dios quisiera”.
Mientras me iba pensé en lo poco que necesita alguna gente como Manuel, pensé en el valor de la solidaridad entre vecinos, pensé en el caudal de información que da la atención domiciliaria al médico de familia, pensé en que ese vértigo hay que vigilarlo y en que haría el camino de vuelta por la calle de atrás, menos concurrida, para que Francisca no intente preguntarme de dónde vengo. Pensé también en lo importante que es la petición de Manuel