Diego Carrasco: “Con el tiempo aprenderé a cantar

Da gusto ver cómo se maneja Diego Carrasco a la hora del aperitivo allí donde el Guadalquivir pierde el nombre, en los bares de la playa de Bajo de Guía, en Sanlúcar de Barrameda. El Tato Diego reparte besos y abrazos; saluda a primos, tíos y sobrinos, sean de la familia o no; elucubra sobre el amontillado y contagia su entusiasmo por el espectáculo que la desembocadura del río ofrece un día que definitivamente no parece de noviembre.

Cualquier cosa menos sentarse a hablar de su carrera: 50 años ya en la más heterodoxa de las ortodoxias flamencas.

El medio siglo lo celebra con No m’arrecojo (Universal), disco doble con colaboraciones dignas, como él dice, “de la Champions”. De Joaquín Sabina a Miguel Poveda, de Alejandro Sanz a Estrella Morente, todos acudieron a una fiesta —por bulerías, siempre— que es tanto una celebración del pasado como una advertencia: a compás no le alcanza nadie, tampoco la edad.

La idea era recorrer a su ritmo las calles del jerezano barrio de Santiago, vértice esencial del flamenco. Carrasco nació en 1954 en Marqués de Cádiz, creció como un “niño que en vez de jugar a la pelota cogía la guitarra” y allí vive. En vista de que hoy, Día de Todos los Santos, la cosa anda corta de flamencura, el guitarrista y cantaor (con los años se decanta por la etiqueta de “cantautor flamenco”) lanza rumbo a Sanlúcar su coche azul eléctrico, color que domina su atuendo, de la gorra de marinero a las gafas de sol y las deportivas. Allí le espera su sobrino Pedro María Peña, guitarrista como su padre, hermano de Dorantes, nieto de La Perrata y sobrino también del recientemente fallecido Juan El Lebrijano. Pedro María dirige el espectáculo 50 años en familia, “una fiesta de cumpleaños en toda regla”, que acaba de estrenar Carrasco, con todo el papel vendido e ilustres invitados, en el teatro Villamarta de Jerez. El 29 de noviembre la repetirá en Madrid.

Así que cuando el homenajeado se aviene al fin a la entrevista, la sangre centra inevitablemente la conversación. “Lo primero que hizo mi padre fue llevarme a una juerga flamenca”, explica. “Se podían pegar tres o cuatro días a base de vino y de lo que hubiera para comer, aguantando sin nada más. No hay mejor escuela que esa. El flamenco era entonces cosa de familias. Que si mi abuelo cantaba la soleá así, que si la seguiriya de mi tío es de esta manera. Hasta que vinieron los grandes genios, los verdaderos estudiosos, y abrieron el arca”. Y Carrasco… ¿es un estudioso? “Yo he sido el más golfo del mundo”, dice con guasa, “aunque he tenido la suerte de haber estado ahí, pero claro que hay que estudiar. Ahora hay chavales que les preguntas cuántos fandangos de Huelva hay y te dicen que trescientosynosecuantos”.

Para triunfar hay que ser muy disciplinado. Y yo bastante tengo con tocar y componer, levantarme temprano y tomarme la pastilla

Fue por nepotismo flamenco que Diego, entonces el Tate de Jerez, subió por primera vez al escenario (“sagrario”, lo llama). Con apenas 13 años ya acompañaba a leyendas del cante en diverso grado de consanguinidad, como Borrico de Jerez, Sernita, Fernando Terremoto o Tía Anica la Piriñaca.

De aquellos primeros pasos como guitarrista le quedan recuerdos de Bambino (“no he visto un artista con ese caché, nadie se quitaba la chaqueta como él”) y grabaciones como los dos elepés en los que le tocó a la Piriñaca, gloriosa cantaora jerezana cuya carrera, ay, echó a andar ya de viuda porque su “marido no la dejaba cantar”.

Luego, de tanto mezclarse en ambientes bastardos y con la vista en las “ventanas abiertas” de Camarón, frecuentó a Smash, Miguel Ríos (que también colabora en el nuevo disco) o los Guadalquivir. “Se podría decir que llevó las enseñanzas del rock sevillano al terreno jerezano”, explica el saxofonista y flautista madrileño Jorge Pardo, quien, siendo un adolescente, coincidió en los setenta con él en el cuadro flamenco del tablao Los Canasteros y ha colaborado en varios de sus discos. “Ya entonces era muy ecléctico. En aquellas casas gitanas en las que solo había guitarras, de pronto entraron las eléctricas, las baterías y los bajos, y los jóvenes, como es normal, reaccionaron a eso”. “Ahí me di cuenta de la enorme fuerza del flamenco”, recuerda Carrasco. “Tiene unas raíces tan profundas y tan fuertes que ya pueden venir todos los vendavales que vengan, todos los tsunamis, que nada puede con él”.

A principios de los ochenta, Diego dejó la guitarra (“resulta muy sacrificada, es al mismo tiempo tu alma y tu arma”) y se puso a cantar. Rápidamente encontró una voz propia, resultante de sumar desparpajo jerezano y un soniquete personalísimo, medio cantado, medio hablado, que le valió el calificativo de “gurú del compás”, según el experto flamenco José María Castaño. “El compás es como el curso del río”, dice nuestro hombre, “lo tienes o no lo tienes; cuestión de biorritmo”.

Por si fuera poco, escribía letras con pegada, costumbristas y disparatadas, que lo mismo se tomaban a risa la mili (fue “quinto del 74”) que hablaban de lo que une a los “inquilinos del mundo”, ya fueran “el presidente de los Estados Unidos / el cantaor flamenco Manuel Gerena / o el vicepresidente de Comisiones Obreras, que también es inquilino”. Sus discos de los noventa en el sello del visionario Mario Pacheco, fundador de Nuevos Medios, escudería de Ray Heredia, Ketama, Pata Negra y otros democratizadores jondos, sonaban con la clase de producciones que ponían (y ponen) los pelos de punta de los puristas. Pese a lo cual, a Carrasco siempre se le ha tenido en cierto modo por guardián de las esencias jerezanas, que dice que “flamencos hay muchos, pero cante gitano, muy poco”, para después añadir, con la guasa del que por decencia no se toma muy en serio: “Con el tiempo aprenderé a cantar, ya lo verás”.

En aquellas casas gitanas en las que solo había guitarras, de pronto entraron las eléctricas, las baterías y los bajos, y los jóvenes, como es normal, reaccionaron a eso

Con tan singulares hechuras, el músico se convirtió en un secreto bien guardado, con una legión de fieles ansiosos por que dejase de serlo. “Un artista de artistas, sin un tema de éxito, sin apoyo de la radio, cuyo mayor logro ha sido sobrevivir siguiendo su propio camino, que luego ha servido a otros”, argumenta Pardo. “Para triunfar”, opina Carrasco, “hay que ser muy disciplinado, tener la cabeza en tu sitio. Y yo bastante tengo con tocar y componer, levantarme temprano y tomarme la pastilla. A mí, si me quitan de mis fiestas, de mi gente, me quitan mi esencia”.

Algo de todo lo anterior hay en No m’arrecojo, que no engaña a nadie ya desde la portada, obra de Juan Ángel González de la Calle, que pintó a Carrasco levitando en el desierto, con gafas de sol, entre un grupo de masáis, un Santiago y un astronauta. En la producción participó Luismi Fernández, quien detalla un proceso de un año, a caballo entre Madrid y Jerez. “Tiramos por lo alto al escoger los invitados y descubrimos con sorpresa que todo el mundo decía que sí. Está visto que Diego despierta respeto y cariño”. Otra cosa es que todos fueran capaces de seguirle el rollo. “A veces no es fácil”, afirma Fernández, “para él la cosa del ritmo es algo natural, por eso se maneja tan bien con la Carrasco Family, cuyos miembros, familiares y gentes del barrio, han mamado de él y le entienden perfectamente”.

El álbum ofrece relecturas de hitos de su carrera, a veces interpretados de nuevo y otras construidos a partir de los multipistas de las grabaciones originales, técnica que les permitió, cuenta Fernández, resucitar la guitarra del fallecido Moraíto Chico, amigo del alma y compañero artístico de toda la vida de Carrasco. “Hay una canción [‘Mariposilla verde’]”, afirma este, “en la que homenajeamos su enorme genio, gracias al toque de su hijo, Diego del Morao, y a la voz de Sílvia Pérez Cruz, que recalca a la perfección la falseta del maestro”. La cantante viajó a Jerez un fin de semana lluvioso para encontrarse con Carrasco: “Hay gente”, dice ella, “que según la conoces ya te das cuenta de que son geniales. Aparte de tener mucho arte, son personas que a poco que haya, no en ellos, sino a su alrededor, sacan lo mejor. Y te hacen sentir como en casa. Diego es uno de ellos; además de generoso, es muy consciente de las estructuras y de lo que se cuenta”.

De esto último quedarán pruebas al final del día en Sanlúcar, cuando el aperitivo y la comida dejen paso a una de aquellas sobremesas que juegan con la paciencia de la tarde y de los camareros. En uno de los últimos bares suena, con la persiana a medio echar, una selección de la música de Carrasco, y entonces, cuando nadie le oye, comparte algunos de sus secretos. Así mezcló un ritmo de joropo mexicano con bulerías en ‘Olina’. Así hizo sonar juntos el barrio de Santiago y el de San Miguel, dos polos del flamenco jerezano, en la canción que abre el disco. Y uno entiende que quizá haya mucho más tras su apariencia de jocosa levedad. También lo cree su sobrino Pedro María Peña: “Algún día, un musicólogo hará un estudio de su influencia sobre el flamenco actual. La concepción que hay hoy en la guitarra de Jerez parte de ahí. A él se debe el dejar la puerta abierta a los ritmos, a cambiar los tiempos y los acentos”, opina, mientras el aludido se encoge de hombros. Y sí, hasta ese gesto lo hace Carrasco al compás