La malagueña ha tenido al público a su favor desde que Sola comenzara a sonar en todas partes y nunca se ha mostrado precisamente dispuesta a perderlo; sin embargo, al mismo tiempo, ha sabido, con la prudencia y la mesura necesarias, ir abriendo espacios para encontrar satisfacción a sus propias inquietudes. Había ahí un equilibrio difícil de resolver y la malagueña ha ido desfaziendo los entuertos tirando de experiencia y madurez, conservando a su público de siempre y llamando a las puertas de otros posibles. Precisamente, en un Teatro Cervantes lleno hasta los topes para la presentación de su último disco, Resiliencia, era ayer un aforo bien diverso en cuanto a edades y condicionantes sociales varias el que ocupaba las butacas. Diana Navarro es hoy una artista que aspira a cierta totalidad, compone sus canciones, incluye los registros que desea y trabaja para gustar a todo el mundo, y Resiliencia, tal y como demostró ayer en la primera cita de la gira de presentación del álbum, constituye un paso definitivo, tanto en el mismo repertorio como en su sorprendente puesta en escena.
Acompañada de una formación armada con lo mínimo (Ignacio García a la guitarra, Francisco Salazar al piano, Faiçal Kourrich Ben Taieb al violín y Antonio Jurado a la batería), Navarro presentó un trazado musical arropado, sin embargo, en precisas bases electrónicas estratégicamente dispuestas, que en nada mermaban la verdad que la cantante imprimía a cada verso. Abundaba, en todo caso, un pormenorizado sentido de la producción, en el mejor sentido posible, con imágenes proyectadas que, más allá de un presunto caché, tendían a significar con fuerza en el contexto de cada canción. Precisamente, en el concierto lucieron con especial intensidad las canciones de Resiliencia, con fogonazos deslumbrantes como El perdón, Los niños, Ni siquiera quedó París y esa rotunda declaración de intenciones que es Me amo y me acepto completamente. Como era de esperar, Navarro anduvo siempre perfecta en el tono y generosa en las construcciones melódicas, virtuosa y pegada a la tierra a la vez; sin embargo, lo mejor del concierto fue la definitiva revelación de que nuestra artista es capaz de decir mucho con muy poco sin dejar de ser Diana Navarro. Es de agradecer que donde tanto abunda el ripio fácil y la exhibición gratuita, quien aquí nos ocupa sea capaz de crear espacios de contención y silencio para una mayor resonancia en la intimidad del espectador. He aquí, en fin, una depredadora que dispara directa a la médula y sin atajos. Dejarse conquistar es toda una delicia