Duende y llanto en el fondo del pozo

El 5 de julio de 2012, la cantaora Rocío Márquez (Huelva, 1985), entró en el Pozo de Santa Cruz del Sil, en León, para cantar una minera a un grupo de mineros que llevaban 45 días encerrados en señal de protesta por el cierre de las cuencas mineras”.
 
Con estas palabras en forma de rótulo terminan los casi ocho minutos que dura una pieza audiovisual, difícil de clasificar, a caballo entre el corto documental y una especie de poema sonoro. Mucha gente me ha preguntado “¿para qué lo has hecho?”, como si todo lo que hacemos en esta vida tuviera que estar justificado bajo la óptica del encargo. Como si la emoción, el orgullo y, sobre todo, la responsabilidad con uno mismo, no fueran suficiente acicate, el mejor de los revulsivos. Como si el porqué, no fuera infinitamente más importante que el para qué.
 

Fue un homenaje al nombre de La Unión, tejiendo emociones, personas e historias
 
Han pasado ya varios días desde que entramos en las entrañas de aquella montaña y aún resuenan en mi cabeza dos sonidos que me resultan imposibles de olvidar. El de las vagonetas avanzando torpemente por los raíles a lo largo de interminables túneles, solo iluminados por la luz fría y tediosa de unos tubos fluorescentes, y la de los cascos de nuestros dos guías, que parecían salidos de una película de Tarkovski, en un viaje, fascinante para unos, agobiante para otros, que nos introdujo, lentamente, en un lugar extraño a la vez que familiar, mezcla de ciencia ficción y de un primitivismo casi brutal. Y la voz de Rocío, una voz clara, luminosa, procedente de lo más profundo de su ser en forma de minera que seguro resuena, todavía hoy, por entre las galerías de aquel pozo, de aquella montaña, de aquel paraje aquejado de una profunda tristeza.
 
En una época como esta, dominada por la inacción y la incertidumbre, por la negación de lo individual frente a una especie de suicidio colectivo, se hace mucho más importante ser fiel a uno mismo, armarse de valor y sacar energías de donde parece no haberlas, para hacer realidad aquello en lo que uno cree.
 
Un hervidero de ideas y proyectos
 
En Murcia se encuentra, desde su fundación hace 12 años, la base de operaciones de Germinal, una agencia publicitaria a la que le basta el trabajo de 10 personas para hacerse notar en todo el mundo.
 
Jorge Martínez, uno de sus fundadores, no es alguien que se cruce de brazos esperando que las ofertas llamen a su puerta. Hace dos años y medio ofreció a Médicos sin Fronteras una idea que le venía rondando la cabeza hacía tiempo: Pastillas contra el dolor ajeno.
 
No se trata de un medicamento real, a pesar de que sus beneficios repercuten en la lucha contra enfermedades olvidadas y de que ha despachado ya cinco millones y medio de cajas en España, sino de unos simples caramelos mentolados. Pero el creador defiende sus poderes curativos. “Un médico experto en dolor me contó que el sufrimiento de los demás nos puede generar un malestar real, así que estas pastillas pueden ser algo más que un símbolo; pueden ser un auténtico placebo”, dice Martínez. El hito de esta campaña en un momento duro para las ONG’s por falta de subvenciones y caída de la afiliación consiste en que no exige un compromiso a largo plazo, y el comprador recibe una recompensa inmediata, tangible. Su próximo proyecto, aún en pañales, volverá a apostar por iniciativas humanitarias a través de una colaboración con la ONU para dar repercusión a los Objetivos del Milenio.
 
Esta pequeña pieza, este homenaje, no es más que un gesto de rebeldía, y quizá de autocomplacencia, con el que he querido volver a demostrarme a mí mismo que el deseo de hacer realidad un sueño, un reto o una idea, es mucho más poderoso que cualquier adversidad.
 
El origen de esta historia está en La Unión, un pequeño pueblo de Murcia, conocido mundialmente por su Festival Internacional del Cante de las Minas. Un lugar que no puede negar su pasado minero, impregnado en sus calles, en su paisaje y, sobre todo, en la memoria de sus habitantes. A pesar de no ser unionense, mi relación con La Unión y con el Festival es de cariño y admiración, siendo uno más de los que peregrinan, año tras año, a la Catedral del Cante, a su cita, durante las noches de agosto, con el místico homenaje de los flamencos a esta tierra y a sus gentes.
 
La Unión ya no tiene minas en activo y lucha por encontrar su presente y su futuro, alejado de una actividad que en el pasado dio renombre y esplendor a estas tierras. Lo va encontrando a base de esfuerzo, tesón y, sobre todo, de respeto y agradecimiento con lo que siempre fue. Esa es la grandeza de este lugar: humildad y memoria.
 
En las minas de La Unión ya no hay mineros, pero ese legado, esa herencia, ha quedado grabada para siempre en forma de cantes que, por derecho, forman parte de la universalidad del flamenco y, por lo tanto, son ya patrimonio de la humanidad.
 
Un día decidí que quería homenajear a La Unión y a sus cantes mineros, haciendo realidad ese carácter universal y entregando su legado a mineros en activo, pensando que, quizá, en sus manos, estos cantes pudieran suponer una vía de escape, una luz de esperanza en la oscuridad de sus faenas. Una manera de hacer honor al propio nombre de La Unión, uniendo, así, personas, historias, emociones.
 
¿Qué mejor manera de homenajear a estos cantes que poniéndolos en manos de aquellos para los que fueron creados? ¿Qué mejor forma de hacer honor a los habitantes de este lugar que hermanándolos con otros seres humanos a través de la empatía y la generosidad?
 
Pregunté en el pueblo si existía algún minero jubilado que hubiera sido cantaor de mineras y apareció un nombre: Alfonso Paredes, Niño Alfonso. Me cité con él y encontré a un hombre de 78 años de mirada limpia y actitud tranquila que se aferra, a pesar de sus muchos achaques, a la vida. Le conté quién era y lo que quería hacer. Él me contó su vida y se arrancó, de repente, con una minera escrita de su puño y letra. Su voz y su historia, de lucha y sacrificio, de mineros y de cantes, me hizo entender que, precisamente él, Niño Alfonso, debía ser el origen de mi historia.
 
Tras 15 días de gestiones logramos el salvoconducto para bajar al pozo
 
A pesar de que intenté convencerle para que me acompañara, no lo conseguí. A cambio, me entregó aquella minera, aquella letra que, en la voz de Rocío, una suerte de mensajera, de lámpara en forma de mujer, se convertiría en luz y esperanza para un grupo de hombres mineros como Alfonso y como otros muchos habitantes de La Unión que en realidad simbolizan a todos los mineros del mundo y, por qué no, también a una gran parte de la humanidad.
 
La elección del Pozo de Santa Cruz como destino no fue caprichosa. ¿Quién mejor que ellos para recibir esa luz en forma de minera? ¿Quién mejor que estos hombres y sus familias para recibir un gesto de cariño…? Las ideas necesitan casi siempre de un contexto idóneo donde cobrar su sentido. Este era el mío.
 
Convencer a los mineros encerrados en el pozo no fue difícil, lo difícil fue llegar a ellos, pero el tesón y la convicción se abren siempre camino, como si de un martillo pilón se tratara, y tras quince días de interminables contactos, llamadas y favores, conseguí llegar al salvoconducto que me permitiría la entrada a aquel lugar. Una carta dirigida a los mineros.
 
De nuevo una carta, como en aquella ocasión en la que me tocó convencer a la mujer de Luis García Berlanga para que su marido protagonizara, al final de su vida, un anuncio que me ayudara a vender Pastillas contra el dolor ajeno. Otra idea de esas que había que hacer. Otro acto de orgullo y responsabilidad. Con la letra de Niño Alfonso, exminero y cantaor, nacido en La Unión en 1934 y con Rocío Márquez como protagonista, ganadora de la Lámpara Minera en 2008, emprendimos el viaje hacia León.
 
 
Dibujo realizado por el hijo de uno de los mineros encerrados en el pozo leonés.
El día 5, a las 10.30, a través de un pequeño y viejo interfono que comunica a los encerrados con el exterior, Rocío pidió permiso para entrar al pozo, entonando una minera que comenzó un viaje por las galerías, hasta llegar a la placenta de la montaña, el lugar donde los mineros, desorientados y cansados, aguardaban nuestra llegada, sumidos en el tedio y el desánimo.
 
Consumado el permiso, y todavía con el eco de su voz resonando, Rocío y el resto del equipo viajamos durante algo más de veinte minutos al encuentro con los ocho de Santa Cruz en lo que fue, sin ninguna duda, uno de los días más emocionantes de nuestras vidas.
 
La presencia de Rocío en el interior de aquella mina se antojó angelical y su voz iluminó toda la estancia, como si fuera una luciérnaga, haciendo honor a la lámpara minera que guarda con celo y respeto en su interior, ofreciendo a aquellos hombres y a todos los presentes —algunos de ellos con lágrimas en los ojos— un momento de calma infinita. Al final de su minera, en aquel improvisado recinto, noté una suave ráfaga de aire templado procedente de Levante y de todas las cuencas mineras del mundo.
 
Gracias Rocío.
 
Por tu voz, por tu valentía y por tu luz.
 
Jorge Martínez es autor del documental Minera