Mi abuelo paterno pues pasó los años de su declive físico en mi casa. Mi abuelo, el señor Francisco, había sido un labrador con hacienda media, enjuto y fibroso, muy suyo, recio y cabezota, apegado a su manera de ser y de vivir sin que nunca diera muestras de debilidad alguna. Respetado por mi padre con dedicación filial, de la de entonces, con admiración y dedicación al patriarca que había sido el padre de mi padre.
Siempre le recuerdo con su semblante serio, con su camisa blanca, abotonada hasta el cuello, con su chaleco negro, suelto, abierto, el cigarrillo perenne, la pava pegada al labio inferior, la boina de ala corta fija e impasible, arriba de su figura. Una figura imponente para mí que solo era un crío que correteaba a su alrededor, con las instrucciones muy marcadas y repetidas, para que no molestara al abuelo, siempre observándole un poco con perspectiva infantil, como cuando se enrollaba en la faja negra, de lana, interminable, alrededor de su cintura alta, de donde asomaba el moquero, un pañuelo arrugado que usaba con frecuencia para volverlo a sujetar en la faja; y el chisquero, al otro lado, con la mecha colgando.
Siempre embutido en unos pantalones de pana, sobre unos zapatones de cuero, el padre de mi padre, mi abuelo, incólume a la entrada del negocio de mi padre dejando pasar el tiempo, sin dejar de echar humo, sin cruzar palabra con nadie, fijo en su ensimismado quietismo. Tan formal, tan firme, tan ausente, tal vez, rumiando la soledad de la vejez, de pie, un día tras otro, viéndose que ya las fuerzas no acompañaban la fiereza de su carácter.
Mi abuelo y yo dormíamos juntos. Al principio en una misma cama que se quedaba un poco pequeña, aunque en invierno se agradecía. Mi abuelo, el padre de mi padre, gastaba muda entera, calzoncillo de pata larga y camiseta de algodón abotonada arriba y también con mangas. A mi me impresionaba un poco y tal vez por eso me dormía muy rápidamente, aparte de que mi abuelo no se prestaba a ninguna confianza. Simplemente él y yo coincidíamos en la misma cama para descansar y dormir y así lo hicimos varios años, el abuelo y su nieto compartiendo dormitorio sin ningún problema.
Mi padre nos recalcaba, a mi hermana más pequeña y a mí, que no debíamos pedirle ninguna paga al abuelo, ni cogerle dinero aunque nos lo diese. Que a mi abuelo había que tratarle con mucho respeto y así tratamos de cumplirlo aunque recuerdo, muy vivamente, la rabia que nos daba ver que nuestros primos no tenían esa advertencia, y así los domingos recibían su duro o dos duros de paga del abuelo. Pero mi padre era muy estricto, tan estricto que, al cabo, fue el único hijo que se acabó responsabilizando del cuidado de mi abuelo cuando mis tíos ya se cansaron de atenderle..
Cuando mi abuelo, supongo, comenzó a sentir que su hora estaba llegando pidió volver al pueblo, a su pueblo, en el que había pasado toda su larga existencia, y, efectivamente, dos meses antes de fallecer hubo que llevarle a su casa, en el pueblo, a mi abuelo. Y después de entonces la memoria de mi abuelo, el padre de mi padre, fue desvaneciéndose en el ignoto limbo de un nieto que jamás llegó a querer a su abuelo paterno, tal vez porque mi abuelo no sabía dejarse querer.
Torre del Mar octubre – 2.014