El decoro que va unos dedos arriba o debajo de la rodilla, con la frontera bien marcada, rótula al aire o no de la falda que llegue a taparla o a dejarla al aire, con la indecorosa actitud de un impudor que agriete la esencias de la magna representación, o con la pudorosa silueta de quien no enseñe nada más allá de lo permitido.
En actitud recogida, sin asomo de canalillo al aire, líneas, curvas voluptuosas, o protuberancias libidinosas que lleven a distraer al personal masculino, en plena concomitancia con los “pecados de la carne” que, sin remedio, turban, perturban y hasta pueden terminar en masturbación indeseada, , dios nos libre de tanta conturbación, ¡que las malas intenciones y las miradas hacia donde no deben las carga el diablo!, y además y por eso también se sabe que la carne es débil y unas rodillas al aire, aunque estén matizadas por la penumbra de la media negra, lleven al pecado de soñar lo no debido, y el canalillo, por su parte y de añadidura, permita también adivinar lo que debe estar muy escondido, pues ya se sabe que es mejor no llamar a la tentación, no se vaya a formar “una babilonia” que nos condene a todos o, al menos, a unos cuantos a las calderas de “Pedro Botero” por conspicuos y promiscuos, valga el ripio y la redundancia
Y es que, al cabo, el decoro no tiene por qué estar reñido con la altiva elegancias de las damas creyentes, con su exhibición pública de fe, en procesión ahumada de incienso y gran boato, como para que se tengan muy en cuenta las normas dictadas para el decoro que deje mohína cualquier posibilidad de eréctil fruición, que por la fricción se llega al desahogo imparable, sucio y viscoso, por una llamada a los malos pensamientos, desde las miradas de lascivia, la distracción ligera y liviana, aunque solo sea por un pecado venial, que inutilice el sacrificio de la ofrenda y el espectáculo de adoración rendida al dios de sus creencias.
Recuerdo cuando era niño, cuando las mujeres de la casa debían no olvidarse del pañuelo, velo, pañuelo o lo que sirviera para cubrir sus permanentes acorazadas, sus melenas lacias y repeinadas, por el decoro debido a su naturaleza y género. Como para que yo no entendiera muy bien ese agobio de mi madre una vez que se le había olvidado “la tela de cubrir la cabeza” y, toda apurada, a la entrada de la iglesia, pedía un remedio a su situación, hasta que la buena mujer tuvo que acudir al pañuelo moquero de mi padre, algo arrugado, algo pringoso, para colocárselo ridículo sobre su peinado de mujer santa y buena y poder entrar así, ya tranquila, con el debido decoro a “la casa del Señor”.
Y como ella otras cuantas que también lucían sus distintos apaños de última hora, entremezclados entre velos, pañuelos recién desdoblados, tan planchaditos ellos, tan almidonados, en un pleno aleteo de decoro sumiso y devoto y distinción de “clases”.
Como para que ¿se admita con normalidad? la atención al “decoro debido” de las santas señoras que opten por procesionar en ropa de calle, muy atentas al decoro exigido, sin canalillo que visibilice lo que no se debe ver ni imaginar, con la falda por debajo de la rodilla para que no se insinúe el muslo pecaminoso en trance tan fervoroso, con la peineta enhiesta, dejándose caer la mantilla bordada sobre los hombros y espalda de la dama . . .”muy decorosa”.
Mientras los legionarios, “novios de la muerte”, irradian, desfilando a su estilo macho, efluvios hormonales de bravía virilidad, remangada, cantarina y acelerada, en un alarde de marchamo de la violencia sometida al orden y a la fe de su Cristo, muerto y crucificado.
Torre del Mar marzo – 2.015