El Jardín de los cerezos

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aquellas damas

que lucían joyas soberbias, aquellos tiempos de zares y mujiks en donde la tierra y sus
bellos cerezos era sagrada y alimentaba el espíritu aristocrático de una casta propietaria
de cosas y hombres, de aquella casa de campo de Liubov Andréievna Ranévskaya, la
indolente, desgraciada y vapuleada por las crueles circunstancias madre de Ania, (hija
natural representante del nuevo sentir de una generación educada en el derroche y la
irresponsabilidad) y de Varia (hija adoptiva, religiosa, resignada, desatendida por Lopajin e
impotente ante los nuevos desafíos que se avecinan ), hermana de Leonid Andréievich
Gáyev el hombre vacuo e inútil que no había trabajado en su vida y de quien se decía que
había gastado toda su fortuna en caramelos. Representan tiempos telúricos en los que la
superstición y la magia de la institutriz Charlotte Ivánovna, admiradora y enamorada de
otro ser a la deriva romántico y fatídico, Semión Panteléievich Epijódov, se resisten a
desaparecer y nos trae a la memoria al temible Rasputín. Todos ellos se niegan
patéticamente a admitir la inexorabilidad de los cambios históricos: la revolución social,
industrial, la era tecnocientífica y su fanático pragmatismo.
El eterno estudiante Piotr Serguéievich Trofímov es el preludio de ese nuevo
hombre que culminará en la URSS, mientras que el zafio Ermolái Alexéievich Lopajin se
revela como el nuevo espíritu empresarial: frío, calculador, sin escrúpulos, insensible… Al
tiempo que Duniasha es ya la naciente mano de obra: timorata, inculta, cosificada, mero
objeto de deseo sexual, despersonalizada, utilizada…
Mas no “volverán las oscuras golondrinas…”
 
 
Antonio Caparrós Vida
Profesor de Filosofía, actor y director de teatro