40 Años de Autonomia

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Hace un cuarto de siglo que se vivió un momento de alta significación histórica que vino marcada por el paso de un régimen dictatorial a una democracia plenamente constitucional.

Dichos años se conocen con la denominación de la transición política, y se vivieron con la pasión que todo cambio histórico produce entre sus contemporáneos. El mismo significaba libertades, partidos políticos, ilusiones y proyectos de futuro. También un nuevo concepto de Estado que, fundamentalmente desde la periferia peninsular, abogaba por la descentralización y la reorganización política de España según formas y modos muy diferentes al centralismo que había caracterizado la etapa política anterior.

Fue lo que en aquellos años –finales de los 70 y comienzos de los 80– se denominó la España de las Autonomías. En ese marco se desarrolló un interesante debate acerca de la forma que debía adoptar el mencionado Estado. Se hablaba de nacionalidades y de regiones. Se debatía sobre territorios históricos y otros que no lo eran a la luz de criterios muy discutibles. Se porfiaba acerca de los distintos contenidos legales que debían dar cobertura a las diversas autonomías.

En el marco de ese ambiente político, el papel de Andalucía oscilaba entre lo que los andaluces queríamos y exigíamos, por considerarlo un derecho, y lo que los partidos centralistas estaban dispuestos a otorgarnos. En esa coyuntura se desarrolló un proceso histórico en el que destacaba la reivindicación en la calle de una consideración para Andalucía, igual a los territorios del Estado considerados históricos –Cataluña, País Vasco y Galicia–, acaecida el 4 de diciembre de 1977 y considerada por muchos hombres y mujeres de esta tierra como la fecha más importante y determinante de nuestro proceso autonómico.

También la fecha del 28 de febrero de 1981, oficializada como el día de Andalucía, en recuerdo a la celebración de un referéndum en el que los andaluces tuvimos que enfrentarnos a una conjunción de factores adversos, impulsados desde el gobierno central. Hoy un cuarto de siglo después, nos encontramos con que nuestros símbolos: la bandera verde y blanca, nuestro escudo o nuestro himno están plenamente aceptados como referencias de nuestro pueblo.

El Día de Andalucía es una celebración institucional que la Junta y los Ayuntamientos andaluces conmemoran con una serie de actos, cuya relevancia e interés cada cual puede juzgar a la luz de su propio criterio. Pero han quedado lejos, tal vez demasiado lejos, aquellas ilusiones que nos llevaron a más de un millón de hombres y mujeres a gritar en las calles de nuestras ciudades lo que queríamos para nuestra tierra. Muy lejos, demasiado lejos también, aquella emocionada lucha en la que nos enfrentamos, con papeletas en las manos, a lo que se nos quería negar como pueblo.

Soy consciente de que los tiempos históricos no son nunca iguales y que las gentes que viven una coyuntura determinada no reaccionan de igual modo, pero no es menos cierto que un pueblo, con conciencia de tal, afronta los momentos históricos que le tocan vivir con parámetros que tienen mucho en común. Hoy, con una democracia asentada y mayores cotas de bienestar que las de hace un cuarto de siglo, estamos en un momento histórico diferente, lo cual no debe ser en ningún caso obstáculo para adormecer nuestra conciencia de pueblo.

Si el 28 de febrero o cualquier otro de los hitos que marcaron un tiempo en el que luchamos para que Andalucía se situase en pie de igualdad con las llamadas nacionalidades históricas, no se plantea en su conmemoración como un gesto de reivindicación, de afirmación y de defensa de los intereses de nuestra tierra; si nos quedamos en la mera celebración festiva, estaremos, no sólo desvirtuando el valor de los hechos que dieron lugar a esta conmemoración, sino perdiendo oportunidades de que nuestro destino como pueblo, en el marco de España y de la Europa de las regiones que entre todos hemos de construir, se lleve a cabo de la forma que aquellos andaluces, de hace un cuarto de siglo, soñaron para nuestra tierra.