Fiestas relajadoras, fiestas fraternales, con los nativos del pueblo encargados de la exultante organización de los festejos, desde la supervisión de la corporación municipal, en cuyo nombre la comisión de fiestas hará y acertará o no, que para todos los gustos habrá, con las concurrencias multitudinarias de forasteros, turistas e hijos del pueblo venidos a consagrar sus energías para rememorar la nostalgia de los tiempos pasados, tal vez de cuando se era niño, de cuando ya se iban haciendo inolvidables las experiencias infantiles vividas.
Y se desatan los excesos. Y la alegría se desborda, alcoholizada, al paso y compás del pasodoble, a la conga y a la cadeneta, los juegos de mesa y las exhibiciones, los niños que corretean y se pierden y no se cansan de pedir más y más y más, todo por la fiesta. "Dándolo todo" por el pabellón festero, inagotables los participantes en las mareas humanas que van recorriendo los recintos feriales por llegar a buscar la juerga y el éxtasis en la atracción barraquera que nos encoge el corazón, y el estómago, lleno de comida y más comida, removida en una pasta semilíquida de euforia inusitada. ¡Por la fiesta!. Hasta el agotamiento y la pérdida del conocimiento, si hace falta, para que nadie dude que "nos lo hemos pasado de miedo".
A los pies de la Virgen o del Santo, según las devociones seculares muy acendradas, en el recogimiento pasajero de la procesión de gala, para grandes y chicos, como cuando se desmandan los gigantes y cabezudos y siembran el espanto entre la chiquillería.
Gastando lo que no se tiene, por estar a tono con la vecindad y los forasteros, para que nadie diga que nuestras fiestas son las mejores de todo el contorno. Para terminar con "Paquito el chocolatero", con los bolsillos vacíos, el regüeldo a punto y la noche aún muy larga por terminar desvelando al personal con el chun chun que no cesa.
Fiestas grandes bajo la canícula inclemente, sobre las plazas de los pueblos y aldeas más remotas. Fiestas con programa exhaustivo en las ciudades que son referentes de la alegría desbordada, institucionalizada, la misma que deja el callejero como una pocilga, por el buen negocio de comerciantes y feriantes, mientras no se descansa y se trasnocha y se engulle, y se bebe y se baile, grita, canta y salta y se vuelve a engullir, por el ruido de la fiesta al oremus de la exaltación del orgullo pueblerino y también capitalino porque las fiestas han salido "totales" y, como se dice actualmente, "han bajado a la calle" y la participación ha sido masiva y los cuerpos agotados ya aguardan las fiestas del año que viene.
Toros, moscas y fiesta. Pringue, empacho, vueltas de tiovivo y fiesta. Exceso, alcohol, droga e inconsciencia, y ¡fiesta!, siempre ¡fiesta!… en el verano que no cesa y transmuta el deseo y la pasión por el vómito, fin de fiesta, fuegos de artificio y, un año más, los bolsillos tan vacíos.
¡Fiesta!, y que no decaiga ni un segundo la fiesta. Todo por la fiestas, todo por la fiesta que corre por un reguero, sanguíneo y brutal, desbordante y excesivo, por la piel reseca y sedienta del paisaje español, árido y festivo, porque no importa si, al final de las fiestas … ¡"lo hemos dado todo"!… ¡por la fiesta!.
Y tras la procesión, la Virgen, el Santo o la Santa … a guardar en su capilla y que ¡siga la fiesta!. Y a escondidas los mocitos que se gustan irán a entrecruzar sus dedos y tal vez ¿besarse por primera vez?, o ¿eso ya es de otra época?, aunque el amor tenga vocación de eterno y caiga tan a menudo en el desamor, después de todo.
Torre del Mar julio – 2.017