Y mientras leíamos los versos rústicos y andariegos del héroe desterrado, del héroe cruzado y mercenario, buscándose la vida y la gloria al frente de sus mesnadas, adaptada la historia a nuestra adolescente comprensión, intentábamos imaginar a aquellos juglares medievales cantando las hazañas de buen Mío Cid, por los caminos, las plazas y las ventas, con auditorios atentos de ganapanes y villanos, dejándose admirar por la cadencia pergeñada de majestuosa literatura, en pañales después de todo, y soñábamos con las cabalgadas de los esforzados caballeros hacia los confines de la meseta castellana, en aquella España desolada y mugrienta.
Y también suelo recordar cómo me contaba mi madre que ella escuchó, de niña, en el primer tercio del siglo XX, en las calles del cosmopolita Bilbao, el cantar del Crimen de Cuenca, contado y cantado por algún buhonero de la época, en la rica tradición de los Cuentos de ciegos. Y así recordaba los toscos dibujos y la letrilla pegadiza, con sus estribillos y su astracanada dicción para interesar, sobrecoger y emocionar con minuciosa memoria.
Y también, cómo no, recuerdo en algunas reuniones familiares, festivas e inocentes, para celebrar las ocasiones que conmemoraban mis mayores, cuando yo era un niño absorto en las evoluciones de aquellos jolgorios, cómo al final, entre las copas y los humos de los farias, liados a mano en la Tabacalera de Logroño, se terminaba en un va y viene de jotas, coplas sencillas y sentidas, seculares, heredades de padres a hijos, de jotas serranas o de valle, a orillas del padre Ebro, enraizadas en la cotidianidad de aquellas gentes que ponían el alma en aquellas letrillas que todos entendíamos y jaleábamos a los más decididos, garganta y pasión en ristre.
Y desde luego, y también, de crío, me veo escuchando de la radio las coplas del momento, las tragedias versificadas, desgarradas, brotando como jipíos jondos, versificadas las penas y los desamores, que saltaban lágrimas y susurros entonados en nuestras madres, que escuchaban de soslayo, mientras hacían sus labores, soñando amores imposibles y dramas impensables, en medio de la rala realidad que les había tocado vivir.
Y también recuerdo a mis niños, en el colegio, pergeñando ripios insistentes en la rima consonante, en unos retozos por el lenguaje propio hasta lograr soltar el buen gusto difuminado de verso a verso, sin arte ni buen estilo, mientras el programa hablaba de sonetos y églogas, liras y serventesios . . .
Entronizados los y las poetas en sus penas reverenciadas por la audiencia que admiraba tanto lo que casi no entendía aunque, de vez en cuando, un estremecimiento imperceptible hacía sospechar que un poema puede llegar a . . . emocionarnos, siquiera un instante, antes de no volver a leerlo.
Mientras los cantautores banalizan poemillas de menor categoría al compás hy ritmo de sus sones, melodías y rokanrroles . . . al gusto del momento.
Y reciben su aplauso los vates y los cantantes de moda . . . dejándose escuchar y acompañar por . . . la peña.
Y tal vez por todo ello . . . ha podido ser bien recibido, el nobel de literatura a Bob Dylan, en nombre de todos los juglares de todos los tiempos, de encrucijadas, plazas, ventas desvencijadas, caminos a la intemperie, patios abarrotados, foros encumbrados . . .
Pese a los popes rijosos de la envidia y la inquina, a favor de la pasión y el fervor de los . . . escuchantes, benditos y enfebrecidos.
¡Larga vida a los juglares eternos!
Torre del Mar octubre – 2.016