Decía una abuela sabía que había que "freír la cebolla hasta que pierda el orgullo". ¡Qué maravillosa forma de expresarse!.
Todo ha cambiado mucho, desde los nuevos gastrobares hasta los restauradores de postín, aunque uno no sabe muy bien si se refieren los unos a los bares de decoración minimalista o a los tapiceros que cuando yo era niño venían a cambiar la tela a los sillones. Hasta que uno descubre que estamos hablando de los comedores que nos daban de comer hasta el hartazgo, con una pátina moderna, pero comedores al fin y al cabo, y respecto a los restauradores, pero ¿qué vamos nosotros restaurar cuando entramos en un restaurante?, ¿El regüeldo de la pitanza recién engullida con peste a revoltillo de sabores fermentados?.
Y eso que, por lo visto, en este nuestro país, podemos presumir de grandes resturadores, ostentando estrellas Michelín y otras engalanuras, en sus chiringos de muy buen ver y mejor ver, . . . porque de comer . . .se supone, ¿o no?.
Yo me crié en tierra de vinos. Mi padre que no era afín al bebercio, cuando en las tardes agosteñas y la calor apretaba él solía pedir un vasito de vino para quitar la sed. Vino del año, vino qué íbamos a comprar en las bodegas que, a duras penas sobrevivían, vino que se transportaba en garrafas o cántaras, de 16 litros, para luego embotellarlo en botellas de tres cuartos, que se habían ido guardando en casa, limpiado y preparado para ir rellenando y embotellando artesanalmente. Ese era el vino que se bebía, cada uno el de su tierra, de su valle, de la bodega qué mejor vino había hecho ese año. ¡Vamos!, vino de pitarra. Un vino frágil, artesano, que solía picarse si no se cuidaba bien, que apenas duraba el año . . . el vino que se había bebido siempre. De vez en cuando se conseguía alguna botella de vino "de marca", de "crianza o reserva" y se saboreaba, chasqueando la lengua contra el paladar, suponiendo que entendíamos y nos hacíamos los importantes dando un dictamen muy favorable, frente a nuestros mayores que no se dejaban impresionar.
Así hasta que el consumo del vino se ha constituido en una expresión de estatus. Como decía un viejo amigo mío, depende de lo que valga la botella el éxito acompañará en el affaire de acoso y derribo a la moda, ¿o no?, aunque resulte burdo y desalmado.
Claro que cuando yo leí en un tetrabrick de ese vino corriente, malote, propio de los mendigos, sin techo, para mezclarlo con gaseosa, para hacer tinto de verano y kalimotxo, una leyenda hablando de las virtudes, las irisaciones, las fragancias . . . la puesta en boca . . .de aquel infame brebaje, yo caí entonces en la cuenta que tal vez había más cuento del necesario.
Ahora están de moda los programas de cocina, de cocineros, de restauradores, profesionales, amateurs, en forma de concurso, en forma de despliegue exhaustivo de la forma más moderna de hacer dibujos, ¿comestibles?, en forma de arte novísimo, o al revés, en plan reality, con ese programa que nos descubre fisgones que le van quitando a uno las ganas de salir a comer fuera. En fín, aunque luego venga el bueno de Chicote a arreglarlo todo.
Y uno se acuerda de la sofisticación en boga tiene que recurrir al título de "Gastropamplinas".
Sobretodo cuando uno recuerda a su madre que dio de comer, a los suyos, de a diario y de fiesta, toda una vida pensando cada día ¿qué hago hoy de comer?. Y siempre salió airosa, y a menudo con vuelta al ruedo y a hombros. Y todo de modo muy artesanal, muy sensato, y poco oneroso.
Por eso ahora me apetece recordar la sopa de pescado que hacía mi madre, con la que nos solía sorprender y premiar algún domingo que otro, por cuatro perras, con arte y señorío. Con un guiso de pieles, cabeza y espinas, cabezas de gambas . . . con tomate y cebolla, . . . para el caldo, con su fondo de arroz y con las contadas colas de gambas, y los trocitos de congrio o pescadilla. Todo ellos cocinado sin prisas, con cariño . . . hasta lograr la mejor sopa de pescado que he tomado en mi vida, y eso que he probado unas cuantas sopas de pescado o marisco en restaurantes de medio o postín entero.
Y ahora si que no estamos hablando de Gastropamplinas.
Por lo demás, mi madre hacía comida de a diario. Como por cierto lo hacían miles y millones de mujeres, de madres, de abuelas. Salvo algún día de fiesta cuando se dedicaba a ennoblecer su arte de "darnos de comer", a su marido y a sus hijos. Y entonces eran memorables, los chipirones en su tinta, la merluza en salsa verde, el bacalao al pil pil, el capón en salsa, la ensaladilla de arroz, la carne guisada, el arroz con leche, la compota . . . mientras acudía mi madre, en esas ocasiones, a sus recetas guardadas de cuando era joven. Me acuerdo mucho de las recetas que tenía de La Nicolasa de San Sebastián, y que mi madre sabía copiar escrupulosamente y con usía.
Y volvemos a no hablar de Gastropamplinas a las que estamos expuestos todos . . . como si fuera que alguien hubiese inventado la manera de "sacarnos los cuartos" con las nuevas y evanescentes de "dibujar comida" sobre espectaculares platos, a precios desorbitados, mientras parece que ya no mola acordarnos de lo bien que nos alimentaron, nuestras madres, nuestras abuelas, con tanto gusto y tanto arte.
Y no solamente mi madre nos seducía con sus comidas de a diario y de días de fiesta.
Porque no puedo olvidar a mi padre, ya mayor, con su parsimonia, en los atardeceres invernales, con mi padre, ya retirado de trabajar, poniendo a calentar un cacito de agua, con un par de dientes de ajo, medio pimiento seco, y unas gotas de aceite. Mientras comenzaba a hacer sopitas de pan duro sobre la mesa, con cuidado y precisión, aguardando a que hirviera el agua en el cacito para terminar volcando las sopitas y las migas que habían quedado esparcidas, para que ya a fuego lento todo fuera macerando hasta lograr "las sopas de ajo" más humildes, más sublimes, más sabrosas . . .en un alarde de normal "ciencia del hacer de comer", frente a tanta necedad siesa, pijotería interesada y rentable.
Como para que termine picando en la estupidez huera.
Torre del Mar noviembre – 2.016