G O Y T I S O L O

Recuerdo que con nueve añitos cumplidos, en mi colegio, el maestro de Lengua, un fraile fondón y bueno, eligió de lectura “Don Quijote de La Mancha”, en un libro que recuerdo perfectamente, de pastas de cartón duro, con ilustraciones de Doré, en una adaptación de gran altura para unos muchachitos que habíamos tenido la suerte de estar a punto de zambullirnos en la lectura guiada, comentada de los pasajes, andanzas y desventuras por “desfazer entuertos” del “ingenioso hidalgo” junto a su sabio y bonachón escudero, desbrozando trochas y vastas llanuras, dejándonos enamorar, entusiasmar, sorprender, desde nuestra juvenil inocencia, descubriendo que merecía la pena “salir a campo abierto”, con la fresca de las hazañas por encarar lo por devenir. . .

 

                            “El dulce señuelo de la fama sería patético si no fuera simplemente absurdo”.

                               “Cervantear. Es aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido con la cabeza cubierta con un frágil yelmo bacía”.

                               “Pasaban 11 minutos del mediodía, cuando Juan Goytisolo, con la corbata ya descolocada, la única que posee, con el primer botón de la camisa desabrochado”

 

                                    Recuerdo que al final de mi adolescente avatar fui invitado, junto a mi familia naturalmente, a la asistencia de una boda ineludible, una boda “doble”, pues se casaban mis dos primas del pueblo, en el pueblo, y mi madre sabía que su hijo, el hijo de mi padre, el tío de las dos sobrinas del pueblo, debería presentarse  de acuerdo con la imagen que un chico de ciudad debía ofrecer. Y así aparecí, de dulce probablemente, de traje de raya, luego me enteré que podía ser raya diplomática, de fondo marrón, de chaqueta y pantalón corto hasta la rodilla, un par de dedos arriba, con camisa blanca, impoluta, de manga corta y . . . hasta corbata, corbata de nudo hecho y goma que se ajustaba bajo el cuello duro.

                                    Y yo lucía bien plantado, en las fotos, muy serio, muy morrudo, con las rodillas muy juntas, con el flequillo tapándome media frente, muy estirado, muy en mi papel. Muy elegante, sin duda.

 

                                   “Cervantear es dudar”.

                                               “Sí, al héroe de Cervantes y a los lectores tocados por la gracia de su novela nos resulta difícil resignarnos a  la existencia de un mundo alejado de paro, corrupción, precariedad, crecientes desigualdades sociales y exilio profesional de los jóvenes como en el que actualmente vivimos. Si ello es locura aceptémosla. El buen Sancho encontrará siempre un refrán para defenderla”.

 

                                   Recuerdo que ya joven, comentando con un autor y actor de aquellos esforzados y heroicos “teatros independientes”, de lucha diaria y voluntariosa, me decía que en la última representación, precisamente de una obra especialmente crítica con la burguesía y sus acomodadas particularidades y malquerencias, en una sala de teatro notable de la ciudad, por una de aquellas carambolas de despiste de los vigilantes de la moral, . . y estaban acelerados y rabiosamente felices los componentes del grupo. . . ante la posibilidad que se les iba a presentar para cantar “las cuarenta” a los espectadores, burgueses naturalmente, cuando fueran a acudir a ver . . . lo que les pensaban “representar”, sin medias tintas, a los enemigos de clase.

                                   Y la decepción fue monumental cuando la clase acomodada, señoras y señores, reían a rabiar los doble sentidos, las críticas adobadas de sátira y humor, para que, al cabo, todo concluyera en un clamoroso éxito.

                                   Y mi amigo, autor y actor, estaba totalmente desfondado.

 

                                        “En términos generales, los escritores se dividen en dos esferas o clases: la de quienes conciben su tarea como una carrera y la de quienes la viven como una adicción”.

 

                                   Torre del Mar    abril – 2.015