Nacido en El Bulto hace 71 años, su infancia fue como un más difícil todavía y para empezar, bromea diciendo que eran «muy pocos hermanos»: nada menos que 13. «Vivíamos en dos habitaciones, el matrimonio dormía en uno con el niño chico y en el otro, mis seis hermanas en una cama grande de hierro y los hombres en el suelo, en un colchón». Y para hacer las necesidades, un cubo.
Por eso, cuando años después le concedieron a su familia un piso en Girón de tres habitaciones con cuarto de baño y ducha, «no nos lo creíamos».
Ricardo, que estudiaba en una escuela frente al muelle, confiesa que hacía mucho «la rabona» y «la piarda», es decir, que faltaba mucho a clase. Por eso su padre, Antonio, viendo que el niño no estudiaba, lo mandó embarcar. «Mi padre iba en otro barco y cuando comenzaron a hacer de comer, empecé a llorar porque mi padre no me había dado una cuchara. El patrón me hizo seis o siete cucharas con una concha fina, un almejón…», comenta.
También recuerda en esos años a unos curas que los niños del Bulto les llamaban los salmonetes y que «se quitaban la sotana, se embarcaban en la traíña y trabajaban como el primero», hasta que las críticas de estos religiosos contra «los capitalistas» provocaron su marcha forzosa.
Con su padre, que iba de motorista en una traíña, faenaba en el río Málaga (Guadalhorce): «Íbamos allí porque la red que calábamos era la de trasmallo y se cogía la jibia y toda clase de pescado». Cuando regresaban con la pesca, utilizaban los lebrillos donde las mujeres lavaban la ropa para meter los pescados «con agua de la mar» y agua dulce para evitar con el agua salada que se hincharan y poder venderlos al día siguiente. Y si no cogían nada, «había que coger el bote y pedir antes permiso a la Guardia Civil». Los agentes de la Benemérita, recuerda, se ocultaban en la playa por si sorprendían a los pescadores pescando sin permiso. «Tú ibas andando por el rebalaje con un farolillo de aceite, descalzo, con rajas en el talón y helaíto de frío y ellos te echaban la linterna», recuerda. El permiso, concedido de palabra en la playa, llevaba consigo que, a la vuelta, los agentes escogieran «los pescados más grandes».
Ricardo se ha embarcado en todo tipo de embarcaciones. Contrajo matrimonio en 1965 con Dolores, la que hoy sigue siendo su mujer y el viaje de novios fue muy especial: «Cuando iba a casarme estaba embarcado en un barco, el barco se fue a Alicante y el patrón me dijo que si me quería venir con mi mujer. Ella hacía de comer allí en el barco porque lo estaban reparando», recuerda.
Lo más duro eran las largas ausencias de casa, a veces unos días, otras veces 40 días, tres meses o incluso muchos más faenando por Marruecos o cualquier otro rincón. «Había veces en que te tirabas seis meses, venías aquí a casa, a los dos días tenías que irte otra vez y te hinchabas de llorar porque nunca estabas en casa». Cuando faenaba le pagaban al final, «si cogíamos pescado, si no, te daban el sueldo base».
Tras vivir en algunas casas de alquiler, en 1973, mientras él estaba embarcado, su mujer, acompañado por su cuñado, compró una casa en las playas del Palo «por 13.000 duros». Cerca de su casa guarda en un local sus artes de pesca, y muchos utensilios de su vida en el mar.
De vez en cuando sale a pescar por afición, aunque reconoce que pescar en la bahía de Málaga «no es duro» comparado con todos los sitios donde ha faenado: «Antes si tenías mal tiempo te tenías que tirar al agua para coger la red porque si se la llevaba el agua no tenía nada».
Aunque quiso que su hijo siguiera sus pasos, su mujer se negó. Ricardo es hoy miembro de la asociación de pescadores del litoral Este y es el más veterano en la barca de jábega que cada 16 de julio pasea a la Virgen del Carmen de El Palo. «Cuando yo ya no pueda, mi nieto, que tiene 14 años, ocupará mi puesto». Y Ricardo sonríe.
Fuente: La opinión de Málaga