JUAN VALDERRAMA: ELOGIO DE UN MAESTRO

Todas las épocas que definen el arte flamenco han estado lideradas por artistas que, respaldados por el fervor popular, han señalado el camino a seguir a los demás desde el respeto y la admiración, pero nunca desde la imposición. Así ocurrió con D. Antonio Chacón, pilar básico del cante, en los primeros años veinte de este siglo; con Pastora Pavón Cruz 'La Niña de los Peines', la mejor de las nacidas; con Manuel Jiménez Martínez de Pinillos 'Manuel Vallejo', de cualidades canoras jamás conocidas; con José Tejada Martín 'Pepe Marchena', maestro de la creación anárquica y primer fenómeno de masas del cante; con Manuel Juárez Ortega 'Manolo Caracol', de personalidad genial y contradictoria, siempre insatisfecho consigo mismo; con D. Antonio Cruz García 'Antonio Mairena', redentor de su gente y recuperador definitivo de la dignidad del cante; o con José Monge Cruz 'Camarón de la Isla', genio en estado puro de imprevisibles resultados.

 
Y de entre todos ellos, la figura de un gran hombre -nunca la estatura fue paralela a la grandeza- que es resumen vivo, crisol y espejo de lo bonito y lo feo, de la gloria y el fracaso, de las fatigas y las alegrías, de la ortodoxia y el atrevimiento, del ser y el estar flamencos. Porque Juanito Valderrama sólo ha sabido ser -únicamente es- flamenco… Ni más ni menos. Por eso lleva toda su vida cantando.
Era yo muy joven y él estaba en plena madurez artística. Andaba por Barcelona con uno de aquellos espectáculos que paseaba por toda la geografía española. La suerte y un amigo común quisieron que nos conociéramos y que se encartara la juerga. Yo, bisoño e inexperto, metido hasta el cuello en la nueva corriente neoclásica que abominaba de todo lo que no sonara a “puro”, ¿qué es lo puro?, quise conocer de primera mano a aquel hombre que tantas veces me habían presentado como “degenerador del cante”. Y cuál no sería mi sorpresa, esa noche, cuando, después de aguantar mis impertinencias, le escuché cantar una larga serie de malagueñas, por soleá de éste o aquél, por seguiriyas, el polo, la caña, una completa compilación de fandangos, los cantes mineros… Todos al oído, por bajinis, pero todos con un conocimiento exhaustivo, porque todos, como me aclararía después, los había aprendido, aprehendido de viva voz de todos los mejores de este siglo. A partir de esa noche me prometí no seguir corrientes -más o menos interesadas- y escuchar antes de hablar de cualquier artista. Desde entonces ando libre de filias y de fobias. Nunca más santones ni “biblias”. “Aquí nadie es más que nadie, ni en vergüenza ni en tamaño…”, dice la copla. Pues eso.
 
Cuento esta anécdota -como podría contar otras de otros- porque si para mí tuvo un efecto de asepsia, entonces, supongo que ahora puede resultar un ejercicio saludable de desintoxicación para todos los que somos y nos sentimos flamencos. Al margen, claro está, de gustos personales en los que no entro pues cada cual tenemos los nuestros. Una flor, sin embargo, será siempre hermosa nos guste o nos desagrade su color o su perfume.
 
El maestro -en este o aquel oficio- viene definido por su capacidad de aprehensión de enseñanzas y por su generoso poder para transmitirlas; pero ya sabemos aquel refrán que dice “Cada maestrillo tiene su librillo”. Es decir, lo importante es enseñar a leer. ¿A cuántos ha enseñado Juan Valderrama a leer? Con el corazón en la mano, sinceramente, a todos un poco. O un mucho, depende.
 
El maestro de Torredelcampo, desde que comenzó su andadura artística siempre tuvo claro que lo suyo era cantar, porque para eso había nacido. Cantar sin más etiquetas que la suya propia, personal e intransferible. Y como artista se adaptó a los tiempos que corrían porque el arte no es algo inmóvil, sino evolución y recreación. Así lo entendió siempre el gran público que lo aclamó. Y así lo entienden ahora otros artistas que hasta no hace tanto se negaban a cantar con él “porque le había hecho mucho daño al Flamenco”.
 
Su rico legado discográfico, que es un pozo sin fondo donde todos podemos y debemos beber, su experiencia cinematográfica, solo reservada a las estrellas con auténtico tirón popular, su ir y venir por toda España y fuera de ella al frente de aquellas compañías que llevaban el flamenco hasta el último rincón más escondido. Su magisterio y su solidaridad con todos, le hacen acreedor de esa tarjeta de visita, que muy pocos tienen, donde debiera poner con letras de oro: “Juanito Valderrama, Maestro del Cante”. La historia, juez verdadero y ecuánime, así lo proclama