Moscas que ya han surgido vitales, fogosas e insistentes, compañeras del alma, compañera de tan escaso relieve, cómo no, ahora que ya se adivina el “estío de las tardes perdidas”, el estío que se anuncia desde la esplendorosa primavera, el estío de las moscas pertinaces, repetidas e iguales, pesadas que acaban por “darse como reaparecidas”.
Moscas revoloteando alrededor de mi sobremesa evocadora, madrugadoras e infatigables, mientras uno recuerda aquellas moscas que se posaban, multitudinarias, en los rostros surcados de fatigas viejas, de quienes “echaban” la tarde afuera de sus casas, al sol que declinaba, y dejándose posar, impasibles, a las humildes moscas.
Como también, antaño, en las clases mortecinas de nuestras escuelas infantiles, las moscas apareciendo, corredoras, en vuelos cortos, insistentes y pesadas, permitiendo el entretenimiento inofensivo por hacerse cazar, para intentarlas cazar, al vuelo, en el movimiento instantáneo que consiga hacerse con alguna de ellas, las moscas irreverentes, las moscas incesantes, las moscas que caen rendidas ante las sañas imberbes, víctimas de la insensible imaginación de los pequeños que lograran pasar un buen rato haciendo carreras con las moscas atrapadas, una vez que se hayan quedado sin sus alitas.
Moscas golosas, moscas entrometidas, moscas que caerán en las celadas de las tiras ancestrales de la goma que cuelgan en colmados y zaguanes, achicharradas las moscas en chisporroteos incandescentes, por acabar con quienes se renuevan, incombustibles, revelándose para seguir insistiendo sin descanso, las moscas, tan humildes . . .
“Moscas de todas las horas de infancia y adolescencia, de mi juventud dorada; de esta segunda inocencia, que da en no creer en nada, en nada”.
Las moscas compañeras de nuestra derrota anunciada, de la adormecida indolencia ante “el tiempo perdido” por ganarlo, sin duda.
Torre del Mar mayo – 2.016