Cuando yo era niño, los niños íbamos con los niños y las niñas con las niñas. Y recuerdo que los niños jugábamos con balones, a pegarnos, a correr hasta rendirse sin oxígeno en los pulmones; y las niñas con muñecas, con cocinitas, con mucha noñería fina, eso creía yo porque eso era lo que yo vivía a diario, aunque de vez en cuando yo escuchaba algo sobre que “esa niña era un poco marimacho” o que “ese niño parecía un poco sarasa”.
En cualquier caso y recuerdo que me impactó una barbaridad que, un día, estando en clase, en el colegio de frailes solo para chicos donde yo estudiaba, alguien dio la voz de alarma sobre que en el patio habían entrado, tal vez para hacer alguna visita ajena a la actividad colegial que nos ocupaba , unas chicas, tres o cuatro, acompañando a otro fraile, nunca llegamos a saber qué demonios hacían o qué buscaban o por qué acompañaban a quien acompañaban, cuando rápidamente se dio la orden de qué se corriesen las cortinas. . . para que no cayéramos en la tentación de, tal vez, ¿detenernos en la visión impúdica y pecaminosa de aquellas chicas que estaban donde no debían estar?, . . . y todo quedó en la memoria de mis neuronas atropelladas de tanta incomprensible reacción, siquiera en los tiempos que corrían con los niños con los niños y las niñas con las niñas.
Cuando ya era mocete, de vez en cuando escuchaba, así entre guiños y risas quedas, que los maricones de España se reunían todos a vivir en Cádiz, como si de una reserva india se tratara, o así era como yo era capaz de interprtetarlo. Aunque en cualquier caso siempre había alguno de esos “desviados”, que habrían decidido quedarse a vivir en su pueblo o en su ciudad y que eran señalados, medio a hurtadillas, con risotada muda de sal gorda y desprecio en el rictus, como mariconazos o bujarrones y que no dejaban de alertarnos sobre su ¿peligrosidad social?, muy señalados en el lumpen cuando ignorábamos qué era eso del lumpen.
Más tarde me enteré que un tal Miguel Molina, el de “Las cosas del querer”, cantaor malagueño tuvo que exilarse, en la postguerra que nos contaron según la versión de los vencedores, por maricón y degenerado, tras una paliza brutal, a la Argentina ultramarina que supo acogerle con cariño y respeto hasta el final de sus días, aunque el que jamás olvidó su tierra natal, aunque jamás quiso volver a pisar, a regresar a su rancia intransigencia. Y Miguel Molina fue un artista genial al que ahora se le reconoce, cuando ya es tarde, cuando él yace fuera de su país, muy lejos de tanto felón que no le quiso.
También recuerdo que cumpliendo con mi servicio militar obligatorio mis mejores compañeros y amigos eran homosexuales visibles, valientes, honorables y humanos, sabiendo hacerse respetar a los comentarios sotto voce que jamás llegaron casi a rozarles. . . y por lo visto y por lo que me enteré . . .yo también debí entrar en esa “categoría” de maricón confeso e irredento, y así me lo hicieron llegar, ¡a mucha honra!. En todo caso su amistad fue un regalo que siempre he sabido agradecer.
Pasados bastantes años y ya cerca de mi final profesional como docente tuve el honor de recibir, en un inicio más de curso, un alumno de ocho añitos, con su etiqueta ya clavada a fuego en su comportamiento expansivo, abierto, excesivo, “amanerado” según la opinión generalizada y admitida por la mayoría adulta que trabajaba en el colegio.
Recuerdo que los padres del niño estaban literalmente aterrados ante la “catalogación”, ya dada por confirmada, de su hijo, como un presunto lastre que habría de arrastrar y arrostrar el pequeño sin que, siquiera a su edad, pudiera llegar a sospechar que ya se encontraba en la mira acusatoria de los perjuicios, sucios y cobardes, que aún persistían en las indecentes mentes podridas de quienes se llamaban a andadas.
Y el niño, aunque sorprenda, fue tratado con la naturalidad y el respeto que todos mis alumnos y alumnas se merecían, por supuesto, ayudándoles a potenciar sus capacidades, sus ánimos y afanes, sus vitalidades exageradas y expansivas, por sus autoestimas enaltecidas junto a la exigencia de sus propios logros, individuales, singulares, capaces de llegar “más allá de dónde jamás lo hubiera podido imaginar”. . . igual que el resto de sus compañeros y compañeras.
Y ese niño pasó el ciclo escolar destacando, y llevó a partir de entonces una escolarización sobresaliente, un niño abocado al fracaso y al sufrimiento de verse señalado, ¿n concepto de qué valoración vil y mezquina de su supuesta condición?. Tras los años me enteré de que este buen muchacho era feliz y estaba estudiando con provecho y vocación Medicina.
Y su madre, cuando se enteró de que iba a trasladarme a otro colegio para terminar los últimos tres años de mi carrera docente, en otra ciudad, me paró en la calle, me dio las gracias efusivamente, por cómo había sabido tratar a su hijo, a la vez que me pedía permiso para darme un par de besos con sus ojos velados de emoción.
Y ese fue mi mejor regalo de despedida como maestro, sin duda y de entre todos los que recibí junto a las llamadas de mis antiguos alumnos cuando me ven y me gritan para correr a saludarme con la voz más entrañable: ¡maestro Tonio!.
Y solo cabe recordar que en otros tiempos, unos valieron más que otros, por decisión mezquina y cruel de quienes se atrevían, se atreven a diagnosticar, a condenar, a señalar. . . y a pesar de su perversa actitud, todos seguimos siendo imprescindibles si nos negamos a dejar de seguir avanzando, de seguir creyendo, de seguir comportándonos con humanidad, adictos a los valores universales de “libertad, igualdad y fraternidad”, porque nadie es distinto, porque todos somos iguales siendo . . . “mágicamente” . . . ¡únicos!.
Torre del Mar junio – 2.015