Me comentaba mi madre que ya creía que no iba a casarse. En aquellos tiempos haber cumplido veintisiete años sin perspectiva de casorio a la vista significaba que ya una apuntaba a “chica vieja” (neskazarra). Pero resultó que coincidieron en una romería, también de las de entonces, sobre suelo de campa de tierra y un tablado con chistu, tamboril y acordeón, y a bailar, y a conocerse, y a . . . enamorarse como lo hicieron mi padre, un castellano “cateto” (maketo), y mi madre una “capitalina” de Bilbao, hasta quedarse prendados el uno de la otra.
Recuerdo haber visto fotografías en blanco y negro, de las de entonces, pequeñas, recortaditos y quebrados los marcos, y dedicadas : “A mi amor con todo mi cariño”, y a mi madre y a mi padre, tan jóvenes, tan radiantes, tan formalitos, con una media sonrisa y unas miradas encendidas, tal y como posaron frente al retratista.
Y me solía contar mi madre que cuando, ya casados, se fueron a vivir a Miranda de Ebro, donde mi padre regentaba su pequeño e incipiente negocio, pues resultó que una costumbre, al ver inveterada, era que los hombres tras el trabajo, al atardecer, salieran a la calle, a juntarse, charlar un par de horas y tomarse unos cuantos vasos de vino. Y efectivamente, a diario, mi padre, tras su jornada de trabajo, se acicalaba un poco y se despedía de mi madre que, por cierto, había pasado todo el día, sola, en casa, ocupada en “sus labores”, para salir a tomarse unos vasitos de vino con los amigos.
Mi madre no se lo pensó mucho. A los pocos días de verse sola cuando esperaba pasar el final del día junto a su marido decidió dar un paso adelante, Y así, sin encomendarse ni a dios ni al diablo, una tarde mi madre, me contaba, se arregló, y puso guapa y justo cuando mi padre se disponía a salir con la cuadrilla mi madre se enganchó a su brazo y con una sonrisa amplia y enamorada dijo : ¡vamos!.
Y mi padre al poco dejó de salir a diario con la cuadrilla y prefirió desde entonces despedirse de cada jornada del brazo de su amor, del brazo de mi madre.
Y mis padres se pasaron toda su vida sin separarse mucho, porque se quisieron, porque se respetaron, porque se necesitaban juntos para afrontar la existencia con coraje y calma.
Recuerdo también que cuando mi madre, ya anciana, llevaba poco tiempo viuda me confesó: “Y ahora que voy a hacer yo. . . si me he pasado toda mi vida atendiendo a tu padre”.
Sin duda una hermosa historia de amor.
Cuando celebraron sus bodas de oro de matrimonio acudieron a oír misa, sin llamar la atención, invitaron a sus hijos, yerno y nuera, y nietos a comer y pasaron un día más juntos, sin alharacas, sin celebraciones suntuosas, como si solo estuviese transcurriendo un día más de su serena y ejemplar historia de amor.
Torre del Mar agosto – 2.015