Madrid, el suelo, el subsuelo y el vuelo

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Hace ya bastantes años publiqué un artículo (El País, 4-12-98) que se titulaba Madrid, el suelo… y el subsuelo en el que denunciaba la transformación del suelo y el subsuelo de la ciudad en pura mercancía, vendida al mejor postor por el alcalde de entonces, prostituyendo un principio básico definido como mandato legal en la Ley del Suelo de 1956 (Franco presente) que obligaba a los poderes públicos a garantizar “la función social del suelo”, sea de propiedad pública o privada. Casi sesenta años después, recuperada la democracia y con la tutela de la Constitución de 1978, nuestros actuales gobernantes municipales y regionales pisotean un principio sustantivo en la cultura urbanística, no solo progresista, sino simplemente racional.

Hace unos meses la operación Canalejas y en estos días la operación Plaza de España, vuelven a exigir una reflexión crítica tanto en su contenido como en el proceso de su tramitación ante el ayuntamiento y el gobierno de la CAM. Reflexión crítica que conduce de forma directa a la condena de nuestros gobernantes y a la denuncia de los procedimientos torticeros con que se está justificando y amparando su forzada legalidad o, mejor, construyendo un marco normativo que encubra una fraudulenta legalización.

Ahora ya no se trata del suelo y el subsuelo, sino también del vuelo, de los edificios que forman parte de la ciudad.

 

No quiero refugiarme ni caer en la trampa de un debate sobre los valores patrimoniales, históricos o artísticos, de los edificios afectados. Menos aún empobrecer el debate cuantificando cuántos trozos de fachada hay que mantener (frontal, lateral…) para conservar una carcasa que encubra el cambio de función de los edificios en cuestión. Solo diré a este respecto que, más allá de los criterios académicos y administrativos de protección del patrimonio arquitectónico, hay edificios que se han incorporado a la imagen, a la memoria colectiva de vecinos o visitantes de nuestra ciudad y que, como tales, suponen un valor cívico, un hito urbano. Pero sobre todo lo que sí quiero denunciar y poner en evidencia es la ligereza, cuando no la corruptela, con que los gobiernos municipal y regional relajan niveles de protección patrimonial, cambian normativas urbanísticas en vigor y se comprometen a modificar el propio Plan General si así fuese exigido por el poderoso de turno para promover alguna de estas grandes operaciones inmobiliarias.

Estos procesos coinciden con la elaboración de un nuevo Plan General para Madrid en el que se apuesta por la defensa de la ciudad existente, la cohesión territorial y social, etc. Solo una ceguera interesada puede creer en la bondad, viabilidad y aplicación de este “nuevo plan” cuando los responsables últimos del mismo están tolerando, impulsando y amparando atentados urbanísticos como las operaciones antes reseñadas, contrarias a los acertados principios que dicen inspirar la revisión del Plan del 97, tal como se exponen en los documentos conocidos al día de hoy: un Preavance y un Avance.

Todos estos temas serán objeto de debate y confrontación profesional, ciudadana y partidista en las próximas semanas o meses para que, aburridos, desguarnecidos culturalmente y sumisos políticamente, se apague el eco de estas voces y se consume el gran negocio inmobiliario.

El problema realmente grave es la transformación de la ciudad en mercancía, en espacio para el negocio inmobiliario dirigido y exigido por los grandes poderes financieros transnacionales que imponen sus reglas a unas administraciones públicas doblegadas y compradas por los mercados, capaces de inventar y difundir cualquier eslogan falaz para encubrir lo que es un puro negocio y venderlo como una conquista, un enriquecimiento de la ciudad. Una ciudad más moderna, con más comercio de lujo, más hoteles y apartamentos con glamour en el corazón de la misma. El suelo, el subsuelo y el vuelo dejan ya por completo de contemplarse como bienes sociales, se tira a la basura su prioritaria función social para transformarse en el campo de juego donde invertir los excedentes financieros e incluso los excedentes de mano de obra degradada y barata en beneficio de un capitalismo descarnado y prepotente, implantado planetariamente bajo la cobertura hegemónica del pensamiento único.

No es un descubrimiento, solo es la constatación, en nuestro caso (Canalejas, Plaza de España), de un comportamiento del sistema capitalista que se ha mostrado eficaz y muy rentable al apropiarse del centro de las ciudades, desplazando las actividades ya asentadas y empobreciendo la trama social que ha construido y dado identidad a la ciudad. Un negocio que se basa en la apropiación de las rentas de centralidad, creadas durante decenios por los ciudadanos, y aprovechando a bajo costo (o nulo) los servicios e infraestructuras ya existentes. Esta es la lógica con que han operado el Banco de Santander o el BBVA construyendo sus “ciudades financieras” en los bordes urbanos o en la lejana periferia, vaciando el corazón de la ciudad, anulando la mezcla plural de actividades, para convertir sus antiguas sedes o recientes propiedades en “solares” revalorizados por su localización y por nuevas actividades más rentables.

Y no nos olvidemos de la explotación simultánea del subsuelo, aunque esté bajo espacio de titularidad pública, como en este caso la calle Sevilla o la Plaza de España. Los sótanos, entendidos durante siglos como basamento obligado para la construcción o lugares oscuros para carboneras o servicios menores y sucios, se han transformado en espacios altamente rentables gracias a las escaleras mecánicas, los LEDs, los aires acondicionados y la tolerancia, junto con la avaricia recaudatoria, de los poderes públicos. Espacios que escapan a la vista de los ciudadanos dada su condición de caverna o cueva de Alí Babá.

Si no fuese tan evidente el cinismo, la prepotencia de este mecanismo inmobiliario, habría que aplaudir la inteligente intuición de la empresa capitalista. Pero en esta práctica empresarial, amparada por los poderes públicos, está la perversión de un sistema que está transformando nuestras ciudades, el centro de nuestras ciudades, en parques temáticos destinados exclusivamente a atraer el turismo, fomentar un consumismo superfluo y caro, seducir a las clases más adineradas para que vuelvan al centro de la ciudad, empobreciendo la rica mezcla de usos distintos, de clases sociales diversas, de relaciones cruzadas, que constituyen la cualidad más preciada de toda ciudad. La mixtity más que la density es la cualidad que caracteriza la urbanidad contemporánea, afirmaba Manuel Solà Morales.

¿Y la Plaza de España? El pasado domingo la recorrí detenidamente, me tumbé en el césped junto a un grupo de japoneses extenuados, me senté en un banco junto a una pareja estrechamente entrelazada, contemplé a los niños correteando en pequeñas bicicletas, aproveché la sombra de los plátanos y saludé a Don Quijote y a Sancho. Un magnífico vacío en el corazón de la ciudad que solo requiere ajustar su topografía, rediseñar sus parterres, eliminar quioscos y cutres salidas de aparcamiento, renovar el pavimento, enriquecer el arbolado y la jardinería… pero no excavarla para cubrir con una losa una pretendida instalación cultural-comercial-lúdica que obligaría a talar árboles de gran porte ya conformados para sustituir los terrizos y parterres (por pobres que sean hoy) por un nuevo suelo duro y poco confortable. Mejorar el diseño de la plaza, eliminar elementos feos y superfluos, como fuentes y estanques, mantener incluso el monumento a Cervantes con un mejor entorno, es lo que exige esta plaza, evitando nuevos despilfarros del dinero público. Salvo que creamos a nuestra accidental alcaldesa, que asegura que esta operación tendrá un “coste cero” para los ciudadanos