De luces de fanales
a pie de playa
y candiles titubeantes
en las popas de los botes
que encaran el oleaje
y enfilan las proas
cercando el copo.
Desde tierra la espera tensa,
sobre la arena húmeda,
bajo el cielo húmedo
y brumoso,
desde la mar embravecida
las faenas imperiosas,
precisas y aguerridas.
Desde tierra las miradas
tristes, perdidas
y empañadas,
desde la mar la vista
agudizada, fiera
y estragada, bañada de espuma
y denuedo.
Y a merced del faro que marca
la noche estremecida,
las barcas de antaño,
seculares, que crujen
y afrontan el oleaje
rompiente
se afanan, sin tregua,
a la tarea.
Mientras el viajero contempla,
embobado,
el milagro eterno de la luchando
por la supervivencia,
de aquellos pescadores,
en Nazaré,
aquellas noches de estrellas
borradas de brumas,
de aquellas mujeres de pescadores,
haciendo corro, sentadas sobre la arena
mojada,
aguardando el milagro de
la captura soñada,
a menudo, frustrada,
en medio del embate
con la mar, casi a ciegas,
en un juego de héroes
y sueños pequeños,
de miradas estragadas,
de infinita pena sobre la mar
enfurecida,
mientras el viajero se admiraba,
arrobado,
y ya jalaban a tierra,
hundidos los pies descalzos,
el copo incierto,
el copo de la fortuna
que nunca llegaba,
tras tanto esfuerzo
bajo la noche.
Aprovechando el reflujo de la marea
que embarca los botes
haciéndose a la mar.
En Nazaré, allá por los años 70 del siglo pasado, ahora que el viajero ha regresado y solo ha podido recordar ciertas miradas perdidas y tristes de quienes siguen mirando a la mar y soñando que la red, esta vez, regresará preñada de luz de plata, de escamas de risas y parabienes.