Cuesta pensar que a estas alturas Enrique Morente pueda hacer un recital clásico, si por clásico entendemos ajustado a los patrones de la ortodoxia, y sin embargo, desde su libertad más absoluta, la que le otorga la sabiduría de ser uno de los cantaores actuales con más largo recorrido, Morente suena a clásico. A sabor añejo. A pellizco. A pureza. A revolución.
Comenzó la noche con una ronda de tonás. Todo el equipo morentiano de riguroso traje negro, formados en semicírculo en torno al micrófono, el patriarca en el centro. Al cante de Morente le sigue el de su hijo, que se llama como él, y que da muestras de lo que puede llegar a ser, con una voz aún joven. Antonio Carbonell y Ángel Gabarre completan el círculo cantaor, que recrea un momento trágico, un llanto por un pueblo que sufre, que en el final de la ronda se personaliza en África y Nelson Mandela.
El cantaor no está en su mejor momento de voz. Ni falta que le hace. El ronco del Albaicín está más ronco que nunca, pero sin saber de dónde, él siempre saca suficiente para pellizcarte el corazón. Su cante es ahora más doliente, más recogido, de más emoción. Con este momento del cante más primitivo hecho en la ronda de tonás, Morente ya casi no tiene necesidad de seguir. Lograr la magia desde el inicio es peligroso, la intensidad puede decaer en el resto del recital.
No es el caso. Tras la lección por tonás, Morente se exhibe por cantiñas, alegrías, tientos, malagueñas, soleares… El público asiste silencioso, respetuoso, pero rompe en una sonora ovación al final de cada cante. "¡No se puede cantar mejor!", le gritan desde la grada. Escuchando estos juegos de voz, que nacen de tonos bajos, susurrantes, y alcanzan el grito doliente para detenerse en el camino, se olvida casi el acompañamiento. Las guitarras de David Cerreduela y Rafael Riqueni, la percusión de Bandolero, las palmas y coros de Pedro y Ángel Gabarre, Antonio Carbonell y Enrique Morente hijo, que en el éxtasis de disfrutar el cante de su padre, por un instante se olvida él también de todo lo demás.
Pero están ahí, y llevan al cantaor en volandas. Él no dice nada entre cante y cante y después de casi hora y media de intensidad, cierra el recital como lo abrió. En semicírculo. Esta vez por bulerías, rítmicas, rabiosas, con sabor a Jerez.
Aún tiene arte para un bis, por tarantos, por El pequeño reloj, por tangos
Fuente: .ÁNGELES CASTELLANO G. | La Unión 07/08/2010