Tal vez recordé en esos momentos el impacto que provoca en el medio entre agrícola y marítimo la simetría que imponen las aceras, y las formas sometidas a la tiranía de las Matemáticas en su versión geométrica… o tal vez fue la conexión con el recuerdo del olor a ramas quemadas de eucalipto al pasar días atrás junto al famoso Balneario. Ese lugar con entrañable sabor que se resiste (frente a tantas voluntades dispuestas a “modernizar”) a ser aniquilado en sus sabrosas formas del pasado. Porque es lo poco que queda de aquel Pedregalejo de pescadores con paredes asimétricas encaladas con mil capas del mineral “apagado” tan cerca, tan cerquita del mar.
Su vecino, El Palo, ya cayó, y su nueva piel dejó en el recuerdo a los calafates, sotarrajes, jabegotes, cenacheros, cante jondo, Manolo Caracol, Manuel Torre, Niña de los Peines, los vasos de vino blanco de las tabernas… y, sobre todo, a nosotros; a todos aquellos que conocimos la playa incluso cuando el temporal de Levante entraba hasta las últimas habitaciones de nuestras humildes casas y las olas, ya sin potencia, lamían con su espuma blanquecina el suelo debajo de las camas de aquellos dormitorios infantiles de Banda del Mar. Nuestro miedo era relativo; porque nuestra relación con el Mediterráneo (Serrat) fue siempre simbiótica. Le temíamos cuando se enfadaba, pero lo conocíamos demasiado bien para saber que nunca nos haría un daño irremediable.
Ya no vemos a los hombres con los brazos a la espalda sin poder faenar buscando monedas o joyas semienterradas en la arena por la acción de este “mal tiempo” (El Levante); ahora aparecen con sofisticados detectores de metales, al igual que en cualquier playa californiana, francesa o italiana. No es lo mismo.
Qué decir de las playas de El Dedo, en donde se fundían cañaverales, cal, barcas (jábegas), chalanas, sardinales y “bucetas” con el mar.
Ya no vemos “las artes” extendidas para ser remendadas con aquellas agujas tan nuestras y con aquellas sesiones de descansos acompañadas con jarrillos de lata o tazones conteniendo café con leche y pan migado. Sólo son diluidos recuerdos de una generación en claro declive biológico, ¡qué le vamos a hacer! El tiempo se los ha tragado y la loseta de colorines y, sobre todo, el mal gusto ocuparon su lugar. El mito del Progreso, una vez más, revela sus contradicciones y si bien no todo tiempo pasado necesariamente fue mejor en algunos aspectos de la vida, como en la estética (tan relacionada con la ética), lo parece en ocasiones.
Gracias por tu artículo, Chantal.
Fdo.: Antonio Caparrós Vida