Azcona que era un genio, el adulto que de niño compró los libros del Ateneo Riojano que se salvaron del incendio atroz y miserable de los vencedores, a peseta o a menos, en aquel Logroño provinciano, de Calle Mayor y mala baba, adicto al régimen, qué otra posibilidad podría imagonarse, mientras el niño Azcona leía bajo las sábanas, con una vela, a escondidas de sus padres que no querían que se complicase la vida leyendo, y que ya de transeúnte y de pupilo en Madrid, en tertulias de sobremesa, con sus amigos del alma, como para acertar guionizando comedias, o tragicomedias, y que lograban engañar a los censores, de risa en risa, para ir despellejando la sociedad de nuestros mayores, bajo la dictadura que ahora tiene sus defensores, aunque la inmensa mayoría huyamos de su recuerdo, aunque sea obligatorio cumplir la ley: la Ley de la Memoria que rehabilite dignamente a los . . . vencidos.
Y así Azcona nos regaló un daguerrotipo entre siniestro y enternecido por navidad, la historia del buen Plácido, pobre de solemnidad, con su familia aguardando en los retretes públicos que cuidaba su mujer, con su hijo pequeño en brazos y el suegro arrecido de frío, muerto de hambre, mientras Plácido que hacía poco había comprado un motocarro para dinamizar su mínima empresa de reparto, mientras intentaba sacar un hueco para ir al notario a abonar la letra del mes que impidiese el embargo correspondiente, antes de que se cumpliese el pazo, a la vez que trataba de cumplir con un trabajo comprometido, encargado de encabezar con su motocarro y una estrella de Oriente sobre su techo la comitiva de ajadas figuras o figurones de pasado relumbrón, y de los viejitos al cuidado de las monjas que irían a ser sorteados entre las familias pudientes y burguesas de la gris ciudad para sentarlas a la mesa, en días tan señalados, de sus benefactores y empapuzarlos . . . ¿con moderación?, aunque el vino estuviese asegurado y el eructo y la pesada digestión y hasta el numerito del viejo muerto, casado con urgencia con su compañera de Residencia, para, al cabo, tranquilizar las conciencias de los burgueses acomodados y “afines” al régimen que se sacrificaban por los “menestorosos”.
Y Plácido logra, aunque ya sea de noche avanzada, pasar a recoger a la familia, camino de su cubículo, en cualquier arrabal de la gran ciudad, felices porque parece que “se han dejado la cesta” . . . aunque tampoco porque antes de llegar a casa se la reclaman, y Plácido y su familia consiguen legar a su humilde casucha, helada, a la intemperie de la pobreza que reúne a esos benditos ángles alrededor de su carromato, alrededor de su precariedad olvidada en una noche tan relevante como la Nochebuena que pretende hacernos olvidar que todos no somos iguales, mientras se obvia la desigualdad, en pos de buenas promesas por cumplirse cuando los pobres ya hayan asumida su miseria y su desamparo.
Plácido y su motocarro soñando con una pizca de suerte y trabajo que le permita, sencillamente, llegar cada mes a tiempo a pagar la letra del motocarro.
Torre del Mar diciembre – 2.016