Y entretanto nuestros muchachos huérfanos de toda referencia moral, o como poco cívica, como para que vayan creciendo el chico sin ningún rumbo ofrecido, precisamente, a nuestros pequeños.
Valorados desde su más tierna infancia, protagonistas peripatéticos puestos en el centro de la escena para que ellos decidan, desde su ingenua inexperiencia, inducidos a resolverse sobre los dilemas que se les vayan presentando, tan pequeños, tan infelices por verse obligados a tomar decisiones. Tan inocentes como cotidianos los momentos que se suceden a diario, como para que nuestros pequeños decidan sobre qué comen o no comen, que si se van a dormir o no, cuando les apetezca, si les apetece, mientras los adultos responsables bastante tendrán en vivir en abducida complacencia, interrumpiendo con impertinente memez, puesto en el centro de su propia . . . inseguridad.
Y entonces van haciéndose mayores, ayunos de toda indicación moral, cívica, ciudadana, expuestos a los vaivenes de las leyes del mercado “libre”, con vivas al consumismo convulsivo, inducidos a “la diversión” permanente, que no cese, ajenos a encontrarse consigo mismos, por el vértigo debido, cuando no son capaces nuestros muchachos de detenerse a, por ejemplo, a “quedarse con ellos mismos”.
Y así se niega la realidad cruel e injusta con unas generaciones que van refugiándose en el “miedo y el odio”, el miedo insuperable de quienes no tienen tras ellos el vacío ideológico, cívico, moral, . . . y el odio como válvula de escape incontrolable contra quienes se figuran como estandartes de la amenaza inclemente contra el adversario inventado, inducidas las nuevas generaciones en un porcentaje significativo a dejarse manipular.
Porque resulta que el mal está en el origen, cuando la crianza ha permitido los vaivenes de la muchachada a expensas de su estricta ingenuidad, cuando aún no han sido acostumbrados al respeto y a la rutina y al orden lógico que les haga . . . ¡más felices!
Madrid diciembre – 2.016