En la penumbra que anuncia la celebración de San Antón, con los cofrades reunidos en la sacristía de la vieja ermita, evocando otras noches, otras celebraciones, mocedades de antaño, de cuando mi padre era zagal en su pueblo natal, de cuando soñaba, de amanecida, que habría de dejar el villorrio, a sus pies, desde lo alto de la loma, desde, como Moisés mozalbete, al frente del rebaño que custodiaba, aún candente oliendo s establo y redil.
Con los viejos cofrades satisfechos degustando el guiso, el rancho de carne con patatas, bendecido, junto a los animales del entorno que habían acudido, de día, entre el jolgorio y la fe carbonera, por cumplir con el rito y la costumbre, con los preñaos chorizo en pan de miga cateta, recio de corteza, algodonoso y sabroso, celebrando la rústica conmemoración.
En aras del santo abad, eremita santo, protector de los animales, querido y venerado por las gentes más sencillas, como la de aquellos cofrades que se reunían, tras la larga jornada, para charlar y reponer fuerzas, “en roman paladino”, como suele hablar el pueblo a su vecino, frente a las ascuas de la fogata que caldeaba los ánimos y enfervorizaba los recuerdos.
Hasta más allá de la medianoche, cuando ya regresaba a casa mi padre, cofrade de San Antón, con unos bocadillos de carne y pimientos “bendecidos”, para su mujer y sus hijos, mi padre, hombre bueno y fiel a sus tradiciones que supo vivir y gozar sin estridencias, sin alharacas, casi a hurtadillas, sin necesidad de renunciar a su pasado que jamás olvidó.
San Antón abad, junto al cerdo que lo acompaña, sostenido por el cayado que le unge como santo y humilde, al protector de los animales, a San Antón . . .cada diecisiete de enero.
Torre del Mar 17 – enero – 2.016