Ahora que la avalancha de propuestas gastronómicas nuevas, innovadoras, cocineras, de topchefs y cía, televisadas, mediáticas, sobrevaloradas, desde la deconstrucción de la tortilla de patatas hasta la última nitrogenada aportación al sabor increíble, distinto y sofisticado, a un montón de euros el plato que es. . .¿una obra de arte? Pues por eso.
Y entonces uno que, probablemente solo es un pardillo, no puede por menos que acordarse de nuestras glorias cocineras que, desde hace tanto y con el poso de un pasado macerado y muy nuestro, tanto placer han proporcionado al hambre de nuestros mayores, al paladar de nuestras degustaciones, al recetario más clásico, seguramente, porque no se podía hacer . . . mejor. Y es que me apetece reivindicar nuestros platos nacionales, nuestra gastronomía sublime, inmejorable, reposada tras generaciones que solo han podido mejorar el punto de unas elaboraciones gastronómicas sencillas, rotundas y perfectas, sujetas a la realidad del terreno y las posibilidades al alcance en cada comarca, en cada economía, muchas veces escasas, incluso de hambre, hechas con la paciencia y sabiduría populares, . . .como para que ahora se nos pretenda medio olvidar el clasicismo de «nuestra cocina», tan clásica, tan perfecta, tan insuperable, tan intocable. . .
porque, de nuevo, es vital reivindicar la grandeza de unos sabores, unos guisos, unos asados, una repostería, unas frituras. . .que «ya no se pudieron hacer mejor». . . aunque siempre quepa intentar hacer algo distinto.
Y es que frente a la descarnada sencillez de un gazpachuelo, unas patatas con chorizo, una patatera pobre y humilde, una paella huertana, un arroz con leche. . .sin posibilidad de mejorar la clásica perfección de estas muestras de la capacidad de nuestros mayores que supieron «darse de comer» con tal grandeza, «por cuatro perras», llegando a la sofisticación de otros platos aparentemente más elaborados y que. . .tampoco, por mucho que luzcan, como una salsa pil pil que solo se liga moviendo el aceite templado con la grasa del bacalao, como un cochifrito pastoril, lográndose un guiso insuperable de cordero o cabrito con patatas y laurel y tomillo, como la menestra de verduras navarra, ideal, rebozadita, asentada en los jugos destilados de cada manjar hortelano, todo tan pegado a la tierra, a la realidad, a la imaginación que impelía la necesidad, desde el espeto mediterráneo que no disponía de aceite y se las arregló para encontrar la distancia justa, al oreo de las brasas de raíz de encina, de olivo, para asar el pescado de copo al relente del hambre, al aire salobre, hasta unos chipirones en su tinta negra, brillante, sabrosos, únicos y magníficos hasta la perfecta sintonía de sabor, color y perfecta textura, desde el lacón con grelos hasta el mojo picón canario, desde la urta gaditana hasta la escalibada a la plancha, desde las chuletillas al sarmiento hasta el pisto manchego, . .
.y así hasta el éxtasis de la comida «asegurada». . .cuando se podía, cuando se reunía la familia y nos alimentábamos y disfrutábamos, degustando el placer a través de nuestra gastronomía. . .tan clásica, tan perfecta, tan mediterránea. . . no hay color cuando «lo último» consiste precisamente en «colorear» los adjetivos. Como para que nadie reniegue de cualquier innovación, para que no olvidemos que somos lo que fue, ha sido y es, ojalá, nuestra gastronomía sublime, clásica . . .»porque no se podía hacer mejor».
Cuando resulta que las puntillas de un par de huevos fritops es galanura inmejorable, y el caldo nutritivo de unas sopas de pan, ajo, tomate y pimiento han quitado el hambre y reparado el sueño de generaciones y generaciones. . .y el pan cateto con ajo untado o azúcar con mantequilla o aceite y sal. . .era el almuerzo, la merienda perfectas y el cocido, el puchero, la olla podrida . . . la exaltación de la abundancia más humilde y la porrusalda y la leche frita la sencilla antesala de un fin de día perfecto . . y así hasta el. infinito de «nuestra cocina» que igual hemos llegado a desdeñarla un poco, ¿o no?
Torre del Mar octubre – 2.014