Sal de Salinas de Añana, cristalizada de irisaciones, de sabor puro, adictivo, ensalzando su tersura para que fuera descubierto por aquel niño que era yo extasiado ante el espectáculo sosegado … del océano marino que se dejaba aflorar a pie de tierra.
Años más tarde descubrí las montañas de sal marina, en los esteros puestos a resecar, en la bahía de Cádiz, las salinas de San Fernando, de Puerto Real …, tan inmaculadas y radiantes como nunca hubiera imaginado … con tanta sal acumulada a la espera de ser ensacada.
Ahora parece que preferimos los minerales foráneos, la sal que nos la traen desde el Himalaya, ¡oh la lá!, así nos lo aseguran, como para llegarnos a imaginarnos que no fuéramos capaces de apreciar nuestros tesoros.
Sin ni siquiera con la necesidad de acudir al patrioterismo barato, sencillamente en aras de cierto sentido común que nos permitiera aprovechar y apreciar las maravillas naturales que nos facilita aquello que podemos, por ejemplo, visitar y conocer, sin gran esfuerzo.
En aras de la sal de nuestros mayores, de la sal que aprovecharon nuestros mayores para conservar alimentos sabrosos y apreciados, del mismo modo que para realzar las pitanzas que acabaron con nuestras hambrunas, desde el tasajo del tocino hasta la arenca, desde el guiso sabroso con su porción justa de "sal marina".