Continuando la costumbre romana, en el exterior, el recinto dedicado a los muertos quedaba deslindado de las iglesias, pero al ir creciendo las poblaciones, se amurallaron los cementerios, lo que con el tiempo creó problemas de saturación, que haría necesario pasar de la fosa al nicho, enterramiento similar al columbario romano.
Salvo excepciones, los desamparados y los que sufrían pena de muerte impuesta por la justicia, así como los que morían violentamente, recibían sepultura en el Sagrario y San Julián. En los Mártires, San Juan y Santiago, se construyeron amplias bóvedas donde se enterraba a la mayor parte de los habitantes del pueblo llano; los nobles depositaban los restos de sus deudos en el convento de San Luis el Real, conocido por San Francisco o en la Catedral, donde poseían bóvedas propias, aunque posiblemente no existiese en Málaga capilla sin enterramiento particular como en la Victoria, la Merced, San Bernardo y el Carmen.
La falta de higiene que suponían estos enterramientos en los interiores de las iglesias, por muy piadosos que pudiesen ser, no es difícil de imaginar sobre todo en las epidemias, que producían más contagios y mayor mortandad en las calles cercanas.
Es en 1775, durante el reinado de Carlos III, cuando se prohíben las inhumaciones parroquiales; lugares que fueron convertidos en plazas públicas, jardines o fueron clausurados quedando dentro del recinto de la iglesia; esta orden no siempre fue bien cumplida, ya que en 1803 el sacristán de San Pedro enterró secretamente a uno de los primeros contagiados de la fiebre amarilla, muriendo a los pocos días él, su esposa y miembros de su familia, propagándose la enfermedad por el barrio perchelero.
Antes de la construcción de los nuevos cementerios, el llamado Cementerio General, donde se enterraron a los fallecidos en las epidemias de los siglos XVI y XVII, estuvo situado por el Ejido y Lagunillas, entre los conventos de la Victoria y Capuchinos. Después irían construyéndose los nuevos cementerios malagueños, que en el andar del tiempo, en el siglo XX serían clausurados, centrándose todos los enterramientos y cremaciones en la nueva necrópolis malagueña denominada de San Gabriel, y popularmente conocida por Parcemasa, ubicada en la finca de los Asperones.
No obstante, a pocos kilómetros del centro de la capital malagueña, en El Palo, una antigua barriada cuyos orígenes marineros fueron certificados por los pobladores cuando decidieron enterrar a sus difuntos en campo santo cercano a las aguas de su cercana playa, y que a diferencia de los restantes lugares de reposo eterno, sus puertas aún permanecen abiertas, para acoger en su interior, el envoltorio físico de los vecinos que, durante su vida habitaron el exterior.
En estas páginas nos vamos a interesar por la construcción del citado cementerio, que fue construido por los paleños bajo la advocación de San Juan, para lo cual será necesario dar un salto retrospectivo en el tiempo, y trasladarnos hasta el día 25 de septiembre de 1865, fecha en que en reunión con el alcalde de la ciudad don Eduardo García Asensio, un grupo de vecinos entre los que se hallaban los hermanos Manuel y Gaspar Román Soler, el tío de ambos José Soler López, y José Díaz Arjona, además del alcalde pedáneo, que le hacen la propuesta de la construcción de un nuevo cementerio donde albergar a los miembros fallecidos de esa feligresía, ya que la dependencia que se estaba utilizando desde el año 1823 había quedado insuficiente.
Tan sólo un día más tarde, el 26 de septiembre, el ayuntamiento malagueño contesta que: “Enterado el Ayuntamiento del deseo expuesto por el alcalde pedáneo y vecinos de la barriada de El Palo en la reunión celebrada ayer ante el alcalde acerca de que, costeándose a expensas de ellas la erección del nuevo cementerio, no se cobren derechos municipales por razón de los entierros que en aquel se verifiquen…”, y entre otros puntos deja aclarado que “el establecimiento no perderá se condición de público, ni los donantes adquieren derechos privados que puedan ser impedimento a la inhumación decuantos fallezcan en la feligresía, ni la administración pública dejar de tener aquella intervención necesaria y natural a que está obligada en todo cementerio”.
Nace así el proyecto del nuevo cementerio, pero quedaba por decidir su enclave, el cual tras una serie de tanteos, recayó sobre la huerta llamada “el Saladero”, propiedad de don Andrés Ruiz Martín a quien compraron 1.600 metros cuadrados de ella por el precio de 1.300 reales de vellón.
La construcción se realizó al estilo clasicista imperante en la época, sobre las tres cuartas partes de la parcela adquirida, con un cuadrado o patio de mampostería para las inhumaciones, destacando la portada, asimismo de estilo clasicista y actualmente protegida a nivel municipal; el resto que llegaba hasta la misma playa, previsoramente se dejó cercado de cañas y chumberas con los correspondientes hitos y mojones, para futuras ampliaciones, caso de llegar a ser necesario, que como hoy día sabemos, sí lo ha sido.
A pesar de las buenas intenciones, durante la construcción surgieron problemas, que al parecer, fueron bien subsanados ya que el ayuntamiento, de conformidad con lo propuesto por el primer teniente de alcalde don Santiago Casilari: “…acordó un voto de gracia al Sr. Regidor don Manuel de Lara por el esmero y celo que se ha empleado en la construcción del nuevo cementerio de la barriada de El Palo, venciendo las dificultades para realización de estas mejoras”.
Un mes más tarde, posiblemente ya finalizado el cementerio, aunque no inaugurado, como queda aclarado en la reunión celebrada a las siete de la tarde, del lunes día cinco de marzo de 1866, en salón de sesiones de la Casa Capitular Provisional de la calle del Cister nº 1, donde el regidor don Manuel de Lara, después de referir detalladamente las vicisitudes por las que había pasado la obra hasta su terminación, manifestó lo siguiente: “No hay inconveniente, pues, en concepto del que suscribe, en aceptar la recepción, en disponer que se bendiga el cementerio y que se abra para llenar sus fines”.
Aunque primeramente pidió y propuso al ayuntamiento, que de sus fondos municipales abonasen cien escudos para ayudar a pagar la liquidación pendiente, “porque como en toda empresa, surgieron gastos imprevistos y dificultades con las que no se contaban”. Pidió asimismo, que a la recepción, procediesen las conformidades del otorgamiento de escrituras por parte de don Andrés Ruiz, vendedor del terreno, y cesión de los compradores a la Administración Comunal con los demás requisitos que le perteneciesen, así como que el cuidado de conservación e inspección fuese sometido a una comisión permanente compuesta por el alcalde pedáneo, el teniente cura y tres propietarios de la misma barriada, bajo la presidencia de un regidor.
El ayuntamiento estuvo conforme en todo lo propuesto, facultando al alcalde pedáneo la aceptación, previo requisito previsto en el párrafo último del artículo 81 de la ley municipal en relación al número 11 del mismo artículo, nombrando al regidor don Manuel de Lara, para la presidencia de la comisión permanente.
Los cien escudos fueron abonados de las partidas de imprevistos, levantándose la sesión a las 20,30 horas de la noche, al haber sido este el último tema a tratar.
Los nombramientos de la comisión permanente, se efectuaron en la sesión celebrada por el ayuntamiento el día 16 de septiembre, siendo el propio regidor quien propuso “in voce” como vocales, a don José Soler y a don José del Rosal vecinos y propietarios en la barriada de El Palo.
Tras las puertas del actual cementerio de El Palo se han ido depositando para descanso eterno, varias generaciones de paleños, que tras abandonar la vida deseaban permanecer en estas tierras, siendo necesario con el pasar de los años, añadir otros espacios a su primer patio, hasta alcanzar una extensión cercana a los 3.500 metros cuadrados.
En su interior, cerca de la entrada aún está la antigua palmera sembrada por don José Rodríguez, raro y curioso ejemplar que llegó a tener su tallo principal rodeado por trece brazos.
En este santo lugar de continuado y reposado sueño, están enterrados cuerpos de personas que en vida desempeñaron cargos públicos importantes; como don Pedro Temboury Villarejo, que fue gobernador Civil de Granada, los alcaldes de Málaga don Enrique Gómez Rodríguez, don Antonio Gutiérrez Mata, o don Justo Bermejo Gómez, diplomático, o empresarios como don Manuel Martín Almendros, o poetas como don José María Souvirón.
El resto del camposanto lo ocupan cuerpos de personas no menos importantes, sino más anónimas, aunque he de suponer que estos son detalles que a la Muerte poco pueden importarle; quizás sólo conocidos y llorados por sus familiares y amigos, pero que al igual que todo mortal, también vivieron y amaron, tuvieron penas y alegrías, sinsabores y esperanzas, para finalmente llegar todos al mismo lugar, recibiendo ofrendas florales y rezos una vez al año o cuando alguien así lo desee.
Siempre o casi siempre, con la esperanza de tener en larga espera, a aquella continuada compañera en el vivir, que nos conoce mejor que nadie por los años pasados con nosotros en intima unión desde que nacemos, los que continuamos en este lado de la vida, tras la pérdida de algún ser amado podríamos pensar con el pasar del tiempo, como dice Gerardo Diego en uno de sus poemas:
“Los días van pasando, van pasando los meses,
las flores y los pájaros han vuelto y tú no vuelves.”
Fuente: J.A. BARBERA JIMENEZ