T I E M P O D E L A S C O L E C C I O N E S

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a la intemperie de las miradas fijas más allá de la penumbra que traslucíamos desde la amarillenta tibieza de la cocina, iluminada con alguna cicatería, como entonces, con aquellas bombillas grandes, humildes, con su filamento incandescente como si temblara, mientras mi madre repasaba los talones de los calcetines y cogía puntos a las medias, mientras escuchábamos la radio en su altillo, en su peana clavada en los baldosines blancos, salpicados de calcomanías.

Al tran tran del tiempo apacible, reunidos los hermanos y la madree, al tiempo que iba borbotando la porrusalda sobre la chapa, sin prisas, casi a cámara lenta, empañando la atmósfera de fragancia hogareña, de caldo que iba engordando de fécula desmenuzada y puerros ablandados de aterciopelada tersura, mientras iba transcurriendo la tarde, hechas las tareas, leídos unos cuantos capítulos del libro de turno, de la colección Bruguera, de cabañas del Tío Tom, de vueltas al mundo en 80 días, de viajes al centro de la Tierra . . . hasta disponer del tiempo justo para poder los cromos que había conseguido cambiar, en el recreo, manoseados, paso a paso, con tenacidad infantil, con los repes en el bolsillo del pantalón corto, mientras iba preparando el poquito de engrudo para pegar aquellos, media cucharadita de harina con un poquito de agua, hasta lograr una masita pegajosa que yéndola a depositar en las cuatro esquinas de los cromos para pegarlos donde correspondieran.

Para luego a repasar, un día tras otro los pies de los cromos del álbum que leía una y otra vez, hasta aprenderme las leyendas, volviendo a ver las fotos o los dibujitos.

Y recuerdo especialmente, de aquella época, dos colecciones que especialmente me impactaron. La del Reino Animal, en la que yo pude extasiarme con aquellas fotos de tantos animales que contemplaba por primera vez, desde mi inocencia infantil, presto a descubrir las sorpresas que la vida me reservaba. Y la colección de los Indios de Norteamérica que me ayudaron a descubrir aquellas tribus, aquellos guerreros apaches, graves jefes comanches, bravos sioux, . . . los jefes Toro Sentado, Jerónimo, Caballo Loco . . .

En el tiempo de las colecciones, al iniciarse cada otoño, con liquidez escasa, apenas pudiendo adquirir uno o dos sobres cada domingo, después de la misa de doce, con las dos pesetas que me daba mi madre para ir a comprar un par de sobres de cromos y el resto caramelitos de nata.

Y así dejándonos adormilar cada tarde otoñal, mientras esperábamos a que llegase mi padre del trabajo y pudiéramos cenar, al tiempo que mis orejas infantiles iban calentándose, rojas y ardientes, feliz de que poco a poco pudiera ir culminando mi colección anual de cromos.

 

Torre del Mar octubre – 2.016