T I E M P O D E V E R A N O

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Tiempo de verano, de aromas densos, de tahonas candeales, de mieses recién segadas, de esfuerzo laborioso y callado en el pueblo castellano que acogía mis veranos mocetes.

                                                         Tiempo de verano, de sopas de leche, de santoral bienintencionado del Zaragozano presidiendo la pared blanca de la cocina, a la altura de la fresquera que mantenía algunos alimentos para que no se echaran a perder.

                                                         Tiempo de verano, tiempo de los primeros amores, de encendidas miradas que se ruborizaban, tiempo de somnolencias de sobremesa, tiempo de historias mágicas y truculentos recuerdos de los mayores que nos hechizaban hasta desvelarnos.

                                                         Tiempo de verano de antaño, de tiras de pegamento, cazamoscas, de paseos a la huerta para el regadío imprescindible, al anochecer de los días que transcurrían bajo la canícula del estío que ardía sobre los rastrojos agostados.

                                                                           Tiempo de verano, de sombras bajo las parras amables y preñadas de racimos abigarrados de moscatel ambarino, despejadas las eras para la trilla que ya se palpaba, al rebufo del verano agosteño, mientras se ojeaban y temían los nubarrones del lejano horizonte, barruntadas las tormentas amenazadoras, mientras se cargaba la oscuridad de electricidad y los truenos y los relámpagos que asustaban cuando yo ya daba vueltas en la cama grande y acogedora, agotado y feliz, de un día más, en el tiempo del verano que no cejaba tan ardiente, el tiempo inolvidable de mis vacaciones en el pueblo de mi padre.

 

                                                         Logroño    julio – 2.015