Que no, que no y que no. Que ya no sale a la puerta de su casa con la fresquita. Que le da miedo. Antes lo hacía, cuenta, y se quedaba hasta las dos o las tres de la mañana. Más a gusto que `ná´, apunta con mucho arte. Pero María (nombre ficticio) ya no se atreve. Lo que observa en la casa de enfrente le obliga a encerrarse y a no meterse donde no le importa -hace unos días casi le da una botella en la cara-. Pero es que son casi seis años así y, la verdad, siente que la situación empieza a ser de su incumbencia.
De la suya y del centenar de vecinos que viven en la calle Practicante Fernández Alcolea, en la barriada de El Palo, donde han denunciado en más de una ocasión la supuesta venta de droga en una de las viviendas.
La mercancía llega a eso de las doce del mediodía. Saben perfectamente lo que es porque lo ven cada día. "Se citan ahí, en la esquina hasta que llegan los dos cabecillas. "Traen lo que sea y se meten en la casa para trapichear", relatan estos ciudadanos desanimados.
Poco después, prosiguen, comienza a llegar la clientela, "muchachos y muchachas, a algunos da pena verlos". Entran uno detrás de otro sin ni siquiera llamar a la puerta y que llegan a atropellarse entre ellos: "corre, que te quedas sin nada", dicen que oyen animar a más de uno.
Normal. Hasta treinta han contado en una misma tanda. Y no precisamente porque la casa sea de las más acogedoras de la zona. Sin ventanas, con una puerta medio roída y con la fachada cayéndose a pedazos, el lugar se ha convertido en un "estercolero, donde, además, hay un montón de basura acumulada. La echan al tejado y allí hay desde trozos de comida a compresas… es asqueroso porque vienen bichos, cucarachas y ratas", protesta una de las perjudicadas.
De lo repugnante pasan a lo insoportable en solo unas horas, cuando se hace de noche y sigue llegando gente. "De madrugada se oyen golpes y gritos al dueño de la casa, le llaman para que les abra y seguir traficando", acusan.
Pero a él lo perdonan porque lo incluyen entre las víctimas. Se ha criado en el barrio y lo conocen desde pequeño. Quieren pensar que su responsabilidad en el asunto es indirecta. "Se aprovechan de él, de que no dice nada y los deja estar. Sus padres se murieron hace unos años y, desde entonces tienen la casa ocupada".
Grafitis. A las doce y media, efectivamente hay gente en la puerta. Llaman y en lo que tarda en cerrarse se vislumbra un interior lúgubre, con paredes decoradas con varios grafitis y un ruido denso.
Los vecinos piden que la policía actúe, que los echen de allí porque temen por su seguridad y, sobre todo, la de sus hijos y nietos. "No sólo por el ejemplo que ven, sino porque cualquier día se pueden enfrentar con ellos y está claro quién tendría las de perder".
Pero la investigación de estos temas es compleja. Los agentes están en ello, pero para que los detengan hacen falta pruebas y, como la mayoría de los puntos de venta de droga, éste también está dotado de un completo sistema de vigilancia: varios chavales que avisan de la presencia policial. Los aguadores, que le dicen.
LA OPINION DE MALAGA